El Informe sobre el Desarrollo Humano 2001
El debate sobre los alimentos genéticamente modificados (AGM) está dando un nuevo giro que potencialmente enfrenta las preocupaciones reales y comprensibles de los consumidores europeos con una prioridad muy diferente en los países en desarrollo, la lucha contra la malnutrición, ya que los AGM ofrecen la perspectiva de aumentos drásticos de la productividad y, por lo tanto, de la comida disponible. Pero las crecientes presiones contra la investigación y el desarrollo en esta área ponen en peligro las perspectivas de estos beneficios.
Además, la disputa sobre los AGM, tan llamativa porque se ha librado en los estantes de los supermercados, forma parte de un prejuicio más amplio, aunque menos evidente en Europa y Estados Unidos, contra el uso de las nuevas tecnologías en los países en desarrollo. Pero los ejemplos son manifiestos: el argumento generalmente esgrimido de que los ordenadores e Internet son irrelevantes para el desarrollo cuando las personas no tienen agua corriente o un techo sobre su cabeza, y no digamos electricidad; o la afirmación que muchos hicieron en la Sesión Especial de la ONU sobre el SIDA de que, a pesar de las recientes reducciones del precio, la terapia con fármacos antirretrovirales para las víctimas del VIH seguía siendo inadecuada para África.
Es casi como si, después de haber cosechado los beneficios de la revolución de la información, la élite intelectual del Norte hubiese decidido que, sencillamente, el Sur no está preparado para alcanzar su propio auge tecnológico. Las razones parecen combinar una reacción contra la mundialización y la homogeneización que nos convierten a todos en consumidores de los mismos productos tecnológicos, y segundo, el temor a que las nuevas tecnologías sean demasiado caras y no sostenibles. Este doble criterio amenaza con profundizar la división entre el Norte rico y el Sur empobrecido.
El conflicto que se oculta tras este debate es falso. Si damos la espalda a la explosión de innovaciones tecnológicas en la agricultura, la medicina y las comunicaciones, nos arriesgamos a privar a los países pobres de verdaderas oportunidades de mejorar sus condiciones de vida básicas. Y en el siglo XXI, la política tecnológica podría ser tan importante como la política comercial a la hora de determinar el rumbo de la mundialización.
Tomemos la producción de alimentos. En Europa, las ventas de maíz, tomates y patatas genéticamente modificados se han prohibido por los riesgos potenciales, aunque no probados. Pero en los países en vías de desarrollo, que luchan por alimentar a más de 800 millones de personas amenazadas por la desnutrición, esos temores vagos parecen un problema fácil de solucionar si se compara con el riesgo mayor que supone la inanición.
Las técnicas de modificación genética ofrecen la promesa de obtener nuevas cosechas que resistan a los virus, toleren las sequías y contengan un mayor nivel nutritivo. Un reciente esfuerzo conjunto del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), la Fundación Rockefeller y el Gobierno japonés ha desarrollado nuevas variedades de arroz en África occidental, con mayor producción y más ricas en proteínas, que se pueden cultivar sin abonos ni pesticidas, algo que, en cualquier caso, muchos agricultores no se pueden permitir. Aunque este arroz en particular no está genéticamente modificado, otros lo estarán. Aunque hay necesidad de establecer controles estrictos -y Argentina y Egipto, por ejemplo, ya han establecido instituciones de control admirables y dignas de imitación para garantizar la seguridad de los alimentos-, se perdería una oportunidad de proporciones históricas si los donantes, respondiendo a la crisis de los estantes de sus propios supermercados, no apoyasen la creación de nuevos productos agrícolas en los países en vías de desarrollo.
La medicina es otro punto caliente en el debate sobre la tecnología. Sólo el 10% de la investigación médica mundial se centra en enfermedades (como la malaria) que representan el 90% de la carga de enfermedades mundial. El pasado mes, las sesiones sobre VIH y SIDA organizadas por las Naciones Unidas dieron a este debate un enorme relieve. A pesar de que los indicios en contra son cada vez mayores, muchos políticos todavía cuestionan si los países más golpeados por el SIDA tienen la cultura y los medios para hacer un uso adecuado de los antirretrovirales que han aliviado el sufrimiento de millones de personas en otras partes. Pero, como ha demostrado la experiencia occidental, el incentivo de obtener un tratamiento asequible anima a las personas a hacerse la prueba y a reconocer que están infectadas de VIH, lo cual permite establecer una estrategia de prevención viable. Por lo tanto, aunque la prevención debe disfrutar de prioridad cuando los recursos son limitados, es hora de dejar a un lado el falso dilema entre prevención y tratamiento, y establecer una política que haga que los mejores medicamentos estén disponibles y resulten asequibles, y al mismo tiempo mejorar la infraestructura de la sanidad pública y la educación para prevenir infecciones.
Finalmente, aunque los ordenadores quizá nunca se puedan comer, Internet ya ha ayudado a mejorar la salud y la educación. Por ejemplo, en India, los centros de información rural proporcionan información actualizada sobre cuidados prenatales y técnicas agropecuarias. Las seis universidades de educación a distancia más grandes del mundo se encuentran en China, Indonesia, Corea, Tailandia, Suráfrica y Turquía, países donde anteriormente los elevados costes y la geografía bloqueaban el acceso a la información y al aprendizaje superior. Los ordenadores de bajo coste y las pantallas táctiles, que no exigen grandes conocimientos, tienen incluso mayor potencial para convertir la educación en algo asequible para los pobres entre los pobres.
Por lo tanto, con Internet, los avances en biotecnología agrícola y las nuevas generaciones de fármacos que llegan al mercado, el Informe sobre el Desarrollo Humano 2001 del PNUD se muestra partidario de una nueva visión en la que el desarrollo esté reforzado por la tecnología. Esto exige una política oficial vigorosa y sensata, la incorporación de garantías reguladoras claras, especialmente en biotecnología, para garantizar que la tecnología no elimina la base del desarrollo, sino que, por el contrario, canaliza una porción significativa de sus beneficios hacia los pobres. Y también hacen falta alianzas, con visión de futuro, entre lo público y lo privado, que utilicen los incentivos fiscales y la investigación y el desarrollo de instituciones públicas, como las universidades, para encabezar un tipo de investigación que anime al sector privado a proporcionar tecnologías asequibles y accesibles para el Sur.
Es innegable que muchas de las maravillas de la alta tecnología que hechizan al mundo rico son inadecuadas para el pobre. Pero la investigación y el desarrollo encaminados a resolver problemas concretos a los que se enfrentan los pobres -desde combatir enfermedades hasta desarrollar la educación a distancia- han demostrado una y otra vez que la tecnología puede no ser sólo una recompensa a un desarrollo adecuado, sino una herramienta básica para conseguirlo. La gente olvida que los drásticos aumentos de la esperanza de vida para los pobres del mundo en el siglo XX se debieron menos al progreso de la renta y la educación que a la tecnología (como la penicilina y las vacunas).
Es hora de dar un descanso al debate sobre si la tecnología es simplemente un lujo para aquellos que ya lo tienen todo. Podría decirse que en los países en vías de desarrollo los aumentos de productividad que se conseguirían arreglando la agricultura, poniendo freno a la mortalidad producida por el SIDA, la malaria y la tuberculosis, y aumentando el alcance de la educación, la sanidad y otros servicios mediante las tecnologías de la información, eclipsaría muchas veces los beneficios de la cacareada nueva economía en Europa y Estados Unidos. Por lo tanto, en el siglo XXI, deberíamos determinar cuáles son las políticas mundiales y nacionales que pueden acelerar los beneficios de los avances tecnológicos y, al mismo tiempo, solucionar los riesgos que inevitablemente acompañan al cambio.
Mark Malloch Brown es administrador general del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).
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