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Los derechos en Barcelona a la vista de Génova

Los sucesos ocurridos en el paseo de Gràcia de Barcelona el pasado domingo 24 de junio están siendo analizados desde variadas perspectivas. Éstas no pueden separarse, sin duda, del marco general en que se produjeron los acontecimientos, o sea, el de la ya abierta confrontación para cubrir las tremendas desventajas que está provocando la globalización económica y cibernética. Las ventajas que genera no tienen hasta ahora, en absoluto, carácter social; antes bien, son para los menos, es decir, no alcanzan a una parte de la población que es segregada y se convierte en excluida. El vínculo que sostiene a las grandes mayorías sin ventajas, cuando no marginadas, es el de la solidaridad frente a ese avance desmedido que no sólo las está despojando de los derechos sociales, sino que asimismo está destruyendo desde las posibilidades de subsistencia mediante el trabajo hasta la cotidianidad de familia, de barrio, de comunidad. Lo que es lacerante verificar en África, en América Latina y en otros rincones del planeta nos golpea sin duda también en Europa.

Ante estas situaciones, la protesta y la reclamación de que se limiten los efectos perversos se confronta con el desenfado de quienes como representantes empresariales o de la banca internacional, o directamente como agentes de las verdaderas protagonistas de la globalización desmedida, las multinacionales, mantienen reuniones para planear sus actividades. Y esta confrontación se hace con los medios que posee cada una de las partes. Una, con sus enormes capacidades económicas y organizativas; la otra, a través de las organizaciones no gubernamentales (ONG) y del ejercicio de derechos fundamentales reconocidos constitucionalmente en todas las democracias, que para colmo se autocalifican de 'sociales'. Esos derechos estipulados por la Constitución española son los opinión, de reunión y de asociación. Es verdad que, como ya han expresado otros comentaristas, el movimiento social que ha producido las protestas y que con tanta legitimidad y rapidez ha concitado la atención social y mediática, cambiando la agenda política mundial, corre el riesgo de perder esa legitimidad y esa atención si resulta confundido o copado por quienes no participan en sus manifestaciones con los mismos fines. Quizá no hace falta repetir que manifestarse no supone querer alterar el orden público ni ejercer violencia. En este caso, y sólo en este caso, puede negarse la autorización a reunirse en lugares de tránsito público. Sobre esta base, la Delegación del Gobierno en Barcelona se equivocó al querer cambiar el lugar de reunión de los convocantes el domingo 24 de junio. Mas ya no cabe duda de que las alteraciones ocurridas al final de la manifestación no tuvieron ninguna relación con los convocantes ni con los que allí se manifestaban pacíficamente. Antes bien, se investiga la provocación de tales alteraciones e incluso la participación policial en esa provocación. Pero todavía es de temer que se pretenda trastocar los argumentos y, de este modo, criminalizar al movimiento, asemejándolo a la lucha callejera vasca, aunque la pacífica y lúdica manifestación del domingo 1 de julio en Barcelona contra la violencia policial ha ratificado la legitimidad del movimiento social contra la globalización perversa.

En Génova se prevé algo mayúsculo. La ciudad, en particular su centro histórico, está viviendo contra el reloj la reunión del G-8. Los ciudadanos saben que durante una semana algunas decenas de miles de personas estarán prácticamente secuestradas en sus casas, con los negocios cerrados, los transportes parados, los trenes bloqueados, los tribunales desiertos y en las calles miles de policías, mientras francotiradores, servicios secretos y fuerzas especiales ocupan los tejados, las travesías y las zonas neurálgicas de los alrededores de las sedes que ocupará el G-8. El aire que se respira es muy pesado en la ciudad, donde las fuerzas policiales acaban de dar bastonazos a los obreros que se manifestaban al ver amenazados sus puestos de trabajo, cuando hacía 30 años que esto no ocurría. Pero el alarmismo de la prensa y de los politicos está transformando el encuentro de julio en un enorme embrollo anunciado.

Lo que surge de todo esto, tanto de lo ocurrido en Barcelona como de lo que podría acontecer en Génova, es un sombrío cuadro sobre el cual es necesario intervenir, sustrayéndolo a la lógica militar o policial con que lo está analizando el poder político. Las ocasiones de 'diálogo social' que pretende propiciar la Unión Europea -Prodi ha dicho que la UE debe 'acercarse siempre más a sus ciudadanos'- son, sin embargo, consideradas de forma alarmante como problemas de orden público, creando una deformación de partida, tanto que la discusión preventiva y la posibilidad de asegurar espacios para las discusiones y las manifestaciones se tiene antes por una concesión que por el ejercicio de unos derechos. El déficit de gobierno que está provocando el fin de la soberanía nacional, la internacionalización de mercados y capitales, etcétera, es un déficit de gobierno democrático ya que las sedes informales del poder -el FMI, el WTO, el G-7 y ahora el G-8- no están democráticamente legitimadas, pero irrumpen en los ámbitos nacionales dictando hasta sus políticas de orden público; es decir, subvirtiendo el respeto de los derechos y las libertades públicas.

Roberto Bergalli es jefe de estudios de Criminología y Política Criminal en la Universidad de Barcelona.

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