El dilema del BCE
Cuando el pasado tres de enero el presidente de la Reserva Federal estadounidense, sin encomendarse al órgano ejecutivo de ese banco central, el Federal Open Market Committee (FOMC), decide reducir los tipos de interés en medio punto porcentual, ante la evidencia de desaceleración de aquella economía, el Banco Central Europeo (BCE), apenas se dio por aludido. Los tradicionales canales de transmisión del brusco enfriamiento americano no invitaban a la inquietud: a fin de cuentas, Europa, y el área euro en particular, es un bloque económico relativamente cerrado, apenas expuesto a la contracción en la capacidad de compra de los agentes estadounidenses. Las amenazas inflacionistas, rezaba la doctrina oficial de entonces, pesan mucho más que las derivadas de un menor ritmo de crecimiento en la zona euro, hasta el punto que será ésta la que asuma el relevo en esa función de locomotora de la economía mundial. Los mercados financieros no acabaron de convencerse: los de acciones siguieron purgando las valoraciones de las acciones de la mayoría de las empresas europeas, en especial de las más endeudadas, y los de divisas mantuvieron el tipo de cambio del euro por debajo de cualquier referencia de equilibrio y, por supuesto, significativamente depreciado respecto al precio en dólares con el que nació.
Desde entonces, la Fed ha reducido en cuatro ocasiones más el precio del dinero, hasta un total de 2,5 puntos porcentuales, contribuyendo al alejamiento de la temida recesión vaticinada por no pocos analistas. El BCE, por su parte, solo ha reducido los tipos de interés en una ocasión, en un cuarto de punto el pasado 10 de mayo, escudado en la presunción de unas perspectivas favorables de crecimiento económico que no están siendo validadas por la realidad y en la necesidad de reconducir esa distancia de la tasa de variación de los precios al consumo respecto del límite del 2%, fijado en 1998; los episodios sobre los mercados de algunas carnes y la resistencia a la baja del precio del barril de petróleo (denominado en dólares), han ampliado esa divergencia y la ha extendido al conjunto de las economías del área, más allá de las tradicionalmente más inflacionistas. El IPC armonizado de Alemania ha alcanzado el 3,6% y el de Francia está en el 2,5%, frente al 2% del mes anterior. La inflación española, por su parte, ha hecho gala de ese liderazgo divergente y nos ha sorprendido con una tasa de crecimiento interanual que se sitúa en el 4,2% en mayo, con la subyacente en el 3,5%; a las sorpresas hay que añadir ese repunte en los alimentos elaborados y la resistencia a la baja de los precios de los servicios más próximos a la hostelería, especialmente en las comunidades autónomas en las que ese sector es más importante. La posibilidad de reconducir el diferencial de inflación con el promedio del área hacia niveles razonables sigue siendo remota.
Esa combinación de desaceleración económica con precios al alza ha dejado de ser un riesgo, para instalarse en la región durante más tiempo del previsto por el BCE. Los indicadores de confianza de la zona, especialmente los relativos al sector industrial, no avalan una inmediata recuperación del ritmo de crecimiento, con Alemania encabezando el debilitamiento. La capacidad de estímulo de la política monetaria no encontraría ahora la legitimación que hubiera tenido hace algunos meses, ni la que formalmente amparó la decisión del 10 de mayo: 'un ajuste del nivel de los tipos de interés a una presión algo menor de la inflación a medio plazo'.
El dilema está servido: razonablemente los precios han de ceder en la zona en el medio plazo, cuando lo hagan las presiones sobre los precios de la energía y de los alimentos frescos, pero mientras tanto su ritmo es poco compatible con el necesario estímulo monetario al crecimiento económico, a pesar de que ese cada día más cuestionado primer pilar, el agregado monetario M3, venga definiendo una clara moderación desde el año pasado. La desaceleración exterior e interior ha dejado de ser una vacuna antiinflacionista para la zona, al menos, claro, que ésta última alcance una intensidad y una duración tales que haga cierto aquello de muerto el perro se acabó la rabia.
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