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Reportaje:

Una elección que rompe marcas históricas

Los conservadores han perdido la conexión con las demandas de los ciudadanos. Pero los laboristas no han recibido un cheque en blanco

Las primeras elecciones generales británicas del siglo XXI, celebradas el pasado jueves, serán recordadas en el futuro no sólo por la rotundidad de la victoria laborista, sino por haber batido sus principales protagonistas una serie de marcas dignas de figurar en los anales de la historia electoral del Reino Unido.

Al gran perdedor, William Hague, le caben dos dudosos honores: ser el primer líder conservador desde sir Austen Chamberlain que no llega a primer ministro y, al mismo tiempo, haber llevado a los tories a su peor derrota electoral desde 1905, cuando Arthur Balfour no sólo perdió los comicios, sino que fue incapaz de conservar su propio escaño. (Para consuelo de Hague, el dimisionario líder conservador ha podido conservar el suyo, gracias a la fidelidad de sus votantes de Yorkshire).

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Por su parte, Tony Blair no sólo ha conseguido una marca importante -llevar a su descafeinado laborismo, por primera vez en los 100 años de historia del Labour Party, a su segunda victoria electoral consecutiva por mayoría absoluta-, sino que, también por primera vez, ha convertido a su partido en una formación interclasista mayoritaria, cohesionada a escala nacional, y libre de las viejas hipotecas sindicales y obreras que condicionaban su actuación cuando las urnas le concedían, hasta ahora sólo por un mandato, la victoria. Incluso el tercero en discordia, el candidato liberal-demócrata, Charles Kennedy, puede presumir de haber llevado a su partido al mejor resultado obtenido por los liberales desde finales de la II Guerra Mundial.

¿Qué ha fallado en estas elecciones en el Partido Conservador, un partido que, a lo largo del siglo XX, era considerado como la única asociación política representante de la cohesión nacional? Dos cosas. En primer lugar, su líder. William Hague, uno de los mejores oradores del Parlamento británico, nunca llegó a conectar con el electorado. Su fácil oratoria, reconocida incluso por sus adversarios, quedó anulada por la adopción de unos objetivos electorales totalmente alejados de los sentimientos primarios de los ciudadanos. Mientras Hague, ayudado por la dama de hierro, convertía la defensa a ultranza de la libra esterlina frente al euro -bastión, para él, del mantenimiento de la soberanía nacional- en el monotema de su programa, sus conciudadanos pedían a gritos soluciones para los problemas del día a día.

Como consecuencia de este planteamiento, y en palabras del conservador ex ministro de Hacienda y ex comisario europeo, Leon Brittan, los tories han sido juzgados en esta elección por los británicos de a pie como los representantes de una posición aislacionista y xenófoba, más en línea con los postulados del Rule Britannia decimonónico que con la globalización en boga del siglo actual. Ni siquiera la publicación de varias encuestas en las que el tema de la moneda única europea figuraba en undécimo lugar en la preocupación de los electores le hizo a Hague cambiar la orientación de su campaña. Su dimisión inmediata a la vista de su humillación electoral habla por sí sola, a pesar de que en 1997 criticara acerbamente la decisión de John Major, en circunstancias similares, de renunciar entonces al liderazgo de los tories.

En cuanto a Blair, ¡atención! Porque ni todo el monte es orégano ni su segundo mandato va a ser un camino de rosas. A pesar de su abultada mayoría, los electores británicos no le han dado ni un cheque en blanco ni un dictum para hacer o deshacer a su antojo. Le han dicho muy claramente que, aunque admiran su forma de gerenciar la economía hasta este momento, traducida en una situación económica envidiable en comparación con los países europeos continentales -crecimiento sostenido, paro prácticamente inexistente, moneda estable y presupuesto equilibrado sin recurrir al aumento de los impuestos-, su gran reto en política interior sigue pendiente.

En su haber, Blair tiene la concesión de tímidas autonomías a Escocia y Gales, la instauración de la democracia municipal en la megápolis de Londres, la devolución de la independencia al Banco de Inglaterra y el acuerdo de paz para Irlanda del Norte. En su debe, hay que anotar el caos en el que están sumidos los servicios públicos británicos, desde la sanidad a la educación, pasando por los transportes. El pasado jueves, el electorado decidió creer en sus promesas de reforma y optó por darle una nueva oportunidad. No tendrá otra.

Pero, sobre todo, Blair se la tiene que jugar, en un plazo máximo de dos o tres años, en el tema del euro. Como en el mus, será un verdadero órdago a la grande, considerando que el 70% de la población rechaza en la actualidad la moneda única. Como Gary Cooper, estará prácticamente solo ante el peligro con la animadversión de amplios sectores económicos y sociales del país.

Será, entonces, la hora de sacar la vara de medir y comprobar si el inventor de la llamada tercera vía pasa a la historia como el estadista que unció los destinos británicos a los del continente o si, por el contrario, su nombre pasa simplemente a engrosar la abultada nómina de ganadores de ex primeros ministros elevados a la categoría de Pares del Reino.

Tony Blair saluda a unos niños, al salir ayer de su residencia oficial.
Tony Blair saluda a unos niños, al salir ayer de su residencia oficial.AP

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