Reflexiones sobre el paisaje
Transitar a través de nuestra geografía, por nuestras comarcas costeras, por los intersticios rurales de las grandes áreas metropolitanas, nos induce a reflexionar sobre ese sentimiento de amor y odio hacia la cultura. Por qué esa ignorancia y abandono de nuestros mejores edificios rurales, arruinados la mayoría o destrozados por intervenciones aculturales, siendo pocos los restaurados y puestos en valor. De la misma manera que el paisaje, malherido y en un proceso de transformación acelerado que le ha hecho perder la escala e incluso el sentido de ser el escenario de lo rural.
Nuestra sociedad es propensa a un tipo de esquizofrenia que la hace identificarse con lo atávico, con lo nuestro, como mucha gente afirma, y a la vez destruirlo sistemáticamente. Aún es práctica generalizada, en la mayor parte de los municipios valencianos, realizar proyectos urbanizadores en los que la tabla rasa es una condición previa para empezar a pensar; cuando si en algo se distingue nuestra geografía es que se trata de un territorio construido a lo largo del tiempo, tanto el urbano como el rural, y en el que cualquier planteamiento debiera ser el de construir sobre lo construido.
Aún existe la posibilidad de preservar determinados paisajes, generalmente en el interior, y proteger aquellos otros, como el de l'Horta, de gran valor y en un proceso alarmante de ruina, de desaparición incluso, si no se da un cambio radical tanto en nuestros políticos, como en la sociedad y por supuesto en la cultura y en la mente de los técnicos en general.
La propuesta de una Ley Reguladora para l'Horta y su declaración como espacio protegido, su apoyo social y se espera que institucional, tiene todo el interés de esos procesos de reculturación social necesarios para comenzar una nueva etapa. Representa el clamor de un pueblo, o de buena parte de él, que no quiere perder su identidad. Una parte del pueblo que pide parar en un proceso acelerado de transformación y dar la posibilidad de pensar qué es lo que queremos, para qué caminamos y hacia dónde. Hay que encontrar un futuro digno para una huerta con un pasado espléndido, una huerta que quizás deba integrase de alguna manera en la metrópoli comarcal en la que ya vivimos, pero que por supuesto, merece más que transformarse en periferia indiferenciada de cualquier ciudad, para beneficio de una civilización que opera en bolsa y que no valora lo que tiene en las manos.
Estas reflexiones tienen su sentido cuando los fragmentos de paisaje dejan de tener coherencia, en unos casos por sus dimensiones escasas y su consiguiente falta de profundidad, o en otros casos por la rareza de encontrar espacios abiertos sin elementos que distorsionen o rompan la escala, el ritmo, por no hablar de las texturas, de los colores y de las formas; cuando empieza a ser escaso es cuando se aprecia el valor del paisaje agrario.
No pretendo exponer ninguna fórmula para su puesta en valor, para su conservación, pues no la tengo y no creo que exista sólo una solución, creo que deben ser un conjunto de ellas, pero todas ellas apoyadas por un esfuerzo imaginativo que esté a la altura de las circunstancias. Sólo quiero exponer el porqué del interés por el paisaje, en particular del paisaje rural, y diría mas, de su protagonismo en el panorama cultural contemporáneo.
La primera de las reflexiones sería sobre la importancia de lo rural en el propio concepto de cultura. En este sentido deberíamos hacer una diferenciación entre cultura y civilización.
La civilización la entiendo vinculada al pensamiento de los pueblos y las relaciones entre sociedades, siendo su escenario la ciudad y su escala las naciones, los grandes territorios, incluso la aldea global.
La cultura, en cambio, nos habla de los individuos, de los hombres y mujeres que forman una comunidad, de su manera de vivir, de comer, de trabajar, de sus ilusiones y de sus creencias. La cultura está directamente vinculada a la tierra donde nace. Lo rural en este caso es paradigma de la cultura, pues nos acerca a los orígenes, a los ancestros. La casa rural: masía, alquería, como se quiera llamar en los distintos lugares, ofrece la imagen de una cultura, se identifica con ella, de ahí su poder evocador, la importancia de su iconografía en el propio imaginario colectivo de los pueblos. El paisaje rural ofrece en cambio la escala y el ritmo en el que se da la cultura, es el resultado de su compromiso con la naturaleza.
La segunda consideración proviene de entender al paisaje como el resultado del compromiso entre cultura y naturaleza. El hombre transforma la naturaleza en paisaje por su acción o incluso por su mirada. Es necesario el hombre para que exista el paisaje y es por lo tanto una creación suya, es artificial y subjetivo. El paisaje es una naturaleza antropizada; formada, como en el caso rural por un equilibrio tranquilo en el tiempo, donde coexisten maneras de explotar la tierra, regímenes de propiedad, estructuras de caminos y veredas, edificaciones dispersas y agrupadas, ríos, barrancos, montañas, bosques, etc. Cualquier manipulación de alguno de estos elementos transforma el paisaje.
Esta condición hace que si cambian las premisas culturales, cambia el paisaje, y cuando el cambio no está sólo afectado por una cultura rural, sino que incide sobre el territorio una potente civilización como la nuestra; una civilización que ata ciudades entre sí, desvía ríos, corona cordilleras con molinos de viento, construye potentes líneas eléctricas que no se entienden desde la lógica de la propia tierra, sino de las ciudades lejanas a las que hay que transportar energía; nos damos cuenta de lo frágil que resulta el paisaje rural frente a transformaciones de la civilización contemporánea.
Este tema del paisaje es un tema de rabiosa actualidad, recientemente el profesor Luis Fernández Galiano se cuestionaba que el paisaje pueda estar protegido por cualquier ley del suelo genérica. Introducía un juego de palabras brillante, como son generalmente sus intervenciones, y entiendo que con una particular fecundidad cuando frente a la Ley del Suelo propone la Ley de la Tierra, de la que dice que 'es una ley del lugar que extrae su sentido de la huella'; de ahí el interés en conocer y valorar aquello que queremos proteger, saber leer, conocer sus posibilidades formales, estructurales, incluso plásticas.
El equilibrio en nuestros paisajes es difícil y complejo, ya que es un equilibrio a tres bandas, pues en él inciden: una lógica de la tierra creada por los hombres, una naturaleza preexistente, y una civilización con otra lógica, en este caso distante y ajena al territorio, pero a la cual se quiere estar conectado.
Miguel del Rey es profesor de la Universidad Politécnica de Valencia.
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