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Columna
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No al juego del arte

En artículo reciente comentábamos que el año 2000 sería para algunos el año de la venida de George Steiner a Madrid (El PAÍS, 25-1). Por de pronto, ha sido el año de su reconocimiento institucional en España con la concesión del Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades. Premio justísimo pero anacrónico si lo consideramos a la luz -o a la sombra- de la posmodernidad.

Aunque Steiner es moderno sólo entre comillas, porque ha recusado nociones esenciales de la modernidad, desde luego lo que no es en ningún caso es posmoderno. Lo separa de la posmodernidad uno de los dogmas o principios que definen a ésta : la consideración del arte como juego, como ingenio. Steiner cree en la trascendencia del arte, en su naturaleza de pregunta que el hombre hace a los dioses, o a Dios, de signo y huella de lo sagrado y de afirmación de las fronteras mismas de lo humano. Agnóstico lúcido, Steiner dista de ser ese nostálgico beato que algunos se han atrevido a sugerir con motivo de su conferencia en Madrid. Pertenece a la esencia del pensamiento posmoderno la negación de toda trascendencia, sin que ésta tenga que ser religiosa, que ya sería cosa de mal gusto. Pero Steiner ve en el arte un fenómeno trascendente en el que el hombre hace algo más que jugar con las palabras o con los colores o con los sonidos.

Supongo que el jurado del premio se ha pronunciado como lo ha hecho, movido sobre todo por el prestigio de Steiner, pero me gustaría pensar que alguien en ese jurado ha reflexionado en la condición trascendente que el gran ensayista atribuye al arte. Nadie como Steiner para combatir los espantos de la modernidad. Con qué rigor ha descubierto la máscara religiosa -seudorreligiosa- de los discursos totalitarios, tan del siglo XX, y ha mostrado la falacia del humanismo tradicional en un siglo como el pasado, que vio a una de las naciones más cultas del mundo, Alemania, precipitarse en las fosas subterrestres del fanatismo y el odio a la razón. Pero los horrores de la condición humana no sirven para desacreditarla absolutamente. Como Albert Camus, cree Steiner que en el hombre hay más cosas dignas de admiración que de desprecio.

Y si Camus consideraba que debía juzgarse al cristianismo por san Agustín o Pascal y no por las beatas de aldea, Steiner ha juzgado la condición humana por Dante, Shakespeare o Mozart. Que ni escribieron ni compusieron para pasar el rato, sino para otro fin: armonía y pecados de la vida humana, poderosas pasiones de amor, de ruido y de furia, conjuro de sonidos contra el dolor y las sombras. Y esa búsqueda es lo que preocupa a nuestro gran crítico. Y ella es la que lo vuelve anacrónico y presa de la crítica fácil de algunos, empeñados en juzgar el mundo por sus propias medidas, que no desbordan un universo cultural liliputiense o deliberamente frívolo, obstinados como están en romper con 28 siglos de alta especulación, como si quienes nos precedieron hubieran sido, todos, tontos o ignorantes. Como si el terror de los abismos interestelares que apresaba a Pascal fuera sentimiento de demente.

Ya Jaime Gil de Biedma le daba vueltas a la cuestión cuando hablaba del juego del arte 'que no es juego'. No le hizo falta decir nada más. Era poeta. Steiner estaba para decir más. Y lo ha dicho.

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