La abstención, el único rival de Blair
Únicamente la falta de motivación del electorado inquieta al laborismo británico ante las elecciones de junio
Tony Blair tomó el micrófono el pasado jueves. Presidía su primera conferencia de prensa desde la convocatoria, dos días atrás, de las elecciones generales para el próximo 7 de junio. La economía, el gran triunfo de los cuatro años de gobierno neolaborista, era el plato fuerte del evento, la baza que sus rivales conservadores, por tradición el partido más competente en la gestión económica a los ojos del electorado británico, no consiguen ganar desde el desastre de 1992, cuando la libra fue expulsada del Sistema Monetario Europeo (SME).
Pero el primer ministro guardaba un as en la manga. Tomó el micrófono con el estilo de un locutor de televisión, con igual aplomo que los periodistas de la audiencia, y estableció conexión con su lugarteniente, el viceprimer ministro John Prescott. Por primera vez, Blair hacía las preguntas en público, en vez de aportar las respuestas.
En 1997 la participación fue del 71%, la más baja desde la II Guerra Mundial
Trucos similares se repetirán durante la carrera electoral para vencer lo que reconoce como el más peligroso enemigo: la abstención. Los sondeos predicen el retorno de Tony Blair a Downing Street con una mayoría incluso superior a los 179 escaños que el laborismo disfrutó durante el primer mandato. Pero anticipan también un retroceso en la participación del 71% registrada en 1997, la más baja desde la II Guerra Mundial.
La abstención puede ser consecuencia directa de la escasa sorpresa que se espera en los resultados de las urnas. Quizá también una señal de protesta contra los partidos tradicionales, que el electorado ve tan distantes de la población como similares entre sí. Pero si la abstención perjudicó en 1997 al conservadurismo, en esta ocasión podría dañar al laborismo. Blair perdería el aval del consenso popular para imponer el 'cambio radical' que ha prometido para el segundo mandato. Porque a un índice pobre de participación hay que añadir la distorsión a favor de los grandes partidos que produce el sistema mayoritario, todavía vigente en las elecciones al Parlamento de Westminster. En los comicios anteriores, el laborismo obtuvo 418 escaños, con un 43,2% de los votos; los conservadores, 165, con el 30,7%, y los liberales-demócratas, 46, con el 30%.
Hace meses que la maquinaria laborista comenzó a movilizarse contra la apatía. Prescott recorre provincias recordando a los militantes y, desde esta semana, a los votantes laboristas que es imprescindible luchar, a pesar de que las encuestas cantan victoria desde hace tiempo. Los sondeos se confundieron estrepitosamente en 1992 y, cinco años después, tampoco acertaron a predecir el alcance de la humillante derrota de John Major.
El electorado británico ha perdido su tradicional lealtad a un partido y es, por el contrario, volátil y propenso a dejarse influir por los acontecimientos. Lo volvió a demostrar durante la protesta contra el precio de la gasolina, el pasado otoño, cuando volcó de súbito su apoyo en los conservadores.
El respaldo al partido de William Hague fue pasajero y, paradójicamente, ayudó al primer ministro a persuadir a su equipo de que no se puede caer en la complacencia. Reiteró el mensaje ante la epidemia de la fiebre aftosa, aún no erradicada por completo de la ganadería, que puso de manifiesto algunos puntos débiles de la gestión laborista: el aparente distanciamiento del Gobierno con la comunidad rural y su torpeza frente a las crisis. Retrasando un mes las elecciones, tanto generales como locales, de la fecha prevista inicialmente, Blair ha logrado frenar las potenciales consecuencias catastróficas de la crisis en lo que a las urnas se refiere.
Un error en las proyecciones de los sondeos difícilmente se tornará en victoria de los conservadores. El partido está dividido y dirigido por un líder impopular y débil. Ésta es al menos la impresión que ofreció a raíz de comentarios recientes de tintes racistas de uno de sus diputados. Hague restó importancia a la trifulca desatada por John Townend al señalar que la inmigración socava 'la homogénea cultura anglosajona' y lamentar, días después, la falta de pedigrí de la sociedad contemporánea británica.
La amenaza de deserciones hacia la formación de Blair y la indisciplina de un miembro del gabinete en la sombra, candidato además a tomar las riendas del partido después de las elecciones, Michael Portillo, impuso un viraje en la reacción inicial del líder tory. Para entonces, el daño estaba hecho y Hague emprende la carrera electoral con la etiqueta de liderazgo débil.
Los conservadores se han condenado a sí mismos. A las rencillas internas hay que sumar un giro hacia la derecha y el abandono de la posición central desde la cual se ganan las elecciones en las democracias modernas. Ahí se ha asentado el laborismo, que, con el impulso reformista de Blair, abolió las políticas radicales que le negaron el poder durante 18 años. La prensa nacional premió en 1997 la moderación y, en vísperas de los siguientes comicios, rotativos populares y archiconservadores en los noventa, The Sun entre ellos, se han declarado abiertamente a favor de Blair. Hague deberá contentarse con el respaldo de un par de diarios, The Daily Telegraph y el tabloide The Daily Mail.
Con Hague, la ideología reaccionaria ha tomado preferencia frente al pragmatismo tradicional del conservadurismo. Se rechaza el euro, se exige la renegociación de la relación con los socios europeos y se piden controles a la inmigración para frenar la espiral que está convirtiendo la isla británica, denunció el líder en el último congreso del partido, en 'tierra extranjera'.
Sin un profundo examen interno en respuesta a la derrota de 1997, nadie, dentro y fuera de la formación, mantiene vivas las esperanzas de recuperar el poder que disfrutaron durante cuatro legislaturas sucesivas. Y, para los diputados, militantes y votantes conservadores, el interés real de la convocatoria del próximo 7 de junio es comprobar si el proceso de recambio de su líder será inmediato y conciliador.
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