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Tribuna
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Mi sueño de un País Vasco en paz

Enrique Echeburúa

Soñar despierto es proyectar los deseos de una persona hacia el futuro. Habitualmente se sueña con lo que no se tiene pero se quiere tener. Los sueños nos ayudan a superar las dificultades en el camino. Se sueña siempre, pero se hace aún más en los momentos críticos: el comienzo de una relación de pareja, el nacimiento de un hijo, el cambio de trabajo, etcétera.

No descubro nada nuevo con decir que la convivencia se ha deteriorado gravemente en el País Vasco. Aun siendo creciente la conciencia social respecto al rechazo del terrorismo, hay, sin embargo, una mayor fractura política en los ciudadanos, y el miedo y el pesimismo se han extendido a sectores más amplios de la población. Es decir, somos más los que estamos en contra de la barbarie, pero el miedo es ahora más extenso. Es este momento crítico lo que confiere un carácter mágico a las próximas elecciones y lo que constituye un tiempo adecuado para expresar los deseos y los sueños. Permítanme mostrarles los míos.

En otros lugares también hay problemas de identidad nacional, pero no se mata a los disidentes
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El País Vasco es un lugar pequeño -todo él cabe holgadamente en la provincia de Madrid o de Barcelona- y que tiene poco más de dos millones de habitantes, lo que supone una proximidad social entre todos nosotros. Me hace sentirme orgulloso de ser vasco lo que otras personas perciben como nuestras señas de identidad: la laboriosidad, la iniciativa empresarial y, sobre todo, el igualitarismo social, con una relación muy cercana entre personas de niveles sociales distintos. Siempre he pensado en el papel tan positivo que esta ética igualitaria del trabajo ha desempeñado en la integración de los inmigrantes -en general, muy satisfactoria- en la sociedad vasca.

Me gusta también de mi país la vitalidad de la sociedad, que se expresa en las elevadas cotas alcanzadas en la gastronomía, en la música, en el arte de vanguardia o en el deporte, y me gusta aún más la generosidad de una buena parte de sus habitantes. En tiempos recientes, el País Vasco ha sido un semillero de misioneros; hoy lo es de más de un centenar de ONG, que realizan un trabajo eficaz en el campo de la cooperación internacional. Asimismo, el índice de donantes de sangre y de donaciones para trasplantes es de los más altos de España. El ruido político de fondo impide a veces percatarse de esta realidad.

No me gusta de mi país que, desde el nacionalismo de algunos vascos, y a espaldas de la historia, se haya contrapuesto el ser vasco con el ser español y que esta contraposición se haya querido imponer a todos los vascos. Me resulta empobrecedor limitar la identidad personal a ser vasco o a ser español. La riqueza de una persona radica en las identidades compartidas. Yo soy, a distinto nivel de proximidad, donostiarra, guipuzcoano, vasco, español y europeo. ¿Cómo voy a renunciar, en aras de mi ser vasco, a mi identidad donostiarra, cuando mis recuerdos de infancia, mis enamoramientos de adolescente, mi arraigo familiar, han tenido lugar en esta ciudad, o a mi identidad española, cuando mis referencias culturales, sociales y lingüísticas son comunes, en buena medida, a las del resto de los españoles? Esa contraposición entre ser vasco y ser español me parece falsa. El nacionalismo me recuerda en esto a la canción de Machín: No se puede querer a dos mujeres a la vez. Sé que no es fácil la integración de identidades múltiples. En otros lugares (Quebec, Flandes, Escocia) hay también problemas de identidad nacional, pero allí no se mata a los disidentes ni se extorsiona a los empresarios. ¿Habrá que decir una vez más que el contencioso vasco no es sino la insatisfacción del 15% de la población con el Estatuto de Gernika, respaldado mayoritariamente, y que la mayor parte de los vascos -incluidos muchos nacionalistas- se encuentran cómodos con un régimen amplísimo de autogobierno en el marco de una España democrática que tiene cada vez mayor peso en el seno de la Unión Europea?

Tampoco me gusta de mi país que haya habido intentos de limitar la cultura vasca a lo euskaldún o, en sentido contrario, de menospreciar el euskera. Otra cosa bien distinta es la utilización espuria del euskera como factor de exclusión (a efectos laborales o educativos, por ejemplo) o como herramienta de imposición de un proyecto no democrático de construcción nacional. Yo no podría renunciar a considerar de los míos a escritores vascos que han desarrollado en castellano su obra literaria, como Baroja, Unamuno, Meabe o Celaya, ni a los que lo han hecho en euskera, como Aresti, Atxaga o Saizarvitoria. ¿Cómo puedo no emocionarme al entonar el Agur jaunak, escuchar los versos de un sencillo bertsolari o la canción de cuna Haurtxo txikia, o no sentirme orgulloso del papel que desempeña actualmente el castellano en la cultura universal?

Me preocupa en particular el problema de la convivencia. Ésta no puede garantizarse, sobre todo cuando está presente un grupo terrorista, si no hay un respeto explícito a las leyes vigentes (Estatuto y Constitución). La ausencia o el incumplimiento de las normas conducen a la arbitrariedad y, en último término, a la anarquía. Al margen de que puedan modificarse por los procedimientos establecidos, o se está con ellas o se está contra ellas: no se puede servir a dos señores al mismo tiempo.

Sueño con una convivencia respetuosa entre los vascos. Los nacionalistas han contribuido a recuperar las señas de identidad del País Vasco y son, en buena parte, responsables del nivel de prosperidad existente, pero han tensado innecesariamente las relaciones sociales entre los vascos y con el resto de los españoles. Aun así, es más lo que nos une que lo que nos separa. Lo que nos preocupa a todos (la familia, el trabajo, la salud, el bienestar social) es común a nacionalistas y no nacionalistas, que, por otra parte, compartimos una forma común de entender la vida y proponemos unas soluciones similares a los problemas cotidianos. La fractura actual está mucho más en los partidos políticos que en el conjunto de la sociedad. Es, por tanto, una irresponsabilidad, desde uno y otro lado, alentar la división con discursos incendiarios, que generan odios, contra los otros.

No se puede recuperar la concordia si no hay una divisoria clara entre los demócratas y los violentos. Los conflictos políticos se dirimen en los Parlamentos. El terrorismo y la violencia gangrenan la convivencia. No hay ningún problema irresuelto que legitime la violencia ni es ético aprovecharse de ella, directa o indirectamente, para obtener beneficios suplementarios. Como decían los viejos teólogos, del mal no puede nacer el bien.

La política actual en el País Vasco es demasiado importante como para dejarla sólo en manos de los políticos. A la gente de bien, que es la mayoría, le repugna la violencia. Es una tarea de todos, como padres, educadores o profesionales, implicarse activamente con una cultura de la paz y de una convivencia respetuosa. Ésta es nuestra responsabilidad. A las personas pacíficas, como dijo Blas de Otero, nos queda la palabra. Tratemos de ejercerla con el diálogo en nuestro quehacer cotidiano y seamos tolerantes excepto con la intolerancia.

He llegado al final de mis sueños de hoy. Créanme que, a pesar de todo, soy optimista. No se debe ser de otra manera. Como esas hierbas que crecen entre los resquicios de las baldosas en algunos paseos, la libertad no se puede asfixiar por mucho tiempo. El optimismo genera ilusión, y sólo con ilusión se siente uno con energía suficiente para asumir, cada uno en su nivel de responsabilidad, el reto de buscar la salida en el laberinto vasco. Las víctimas del terror se lo merecen. Es lo menos que podemos hacer por ellas.

Enrique Echeburúa es catedrático de Psicología Clínica en la UPV.

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Sobre la firma

Enrique Echeburúa
Es catedrático emérito de Psicología Clínica en la Universidad del País Vasco (UPV/EHU), académico de número de Jakiunde (Academia Vasca de las Ciencias, Artes y Letras) y de la Academia de Psicología de España. Ha sido galardonado con el Premio Euskadi de Investigación en Ciencias Sociales 2017 por su trayectoria científica e investigadora.

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