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Columna
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Política y disparate

Josep Ramoneda

Los comportamientos políticos son de una monotonía apabullante. Los personajes cambian, las situaciones también, pero las maneras de actuar se repiten como si estuviesen determinadas por leyes inexorables. Como si fuera verdad lo que algunos todavía creen: que la política no se puede hacer de otra manera. Tengo la impresión de que el futuro de las democracias -si no se quiere que deriven definitivamente hacia el totalitarismo de la indiferencia- dependerá de que los políticos sean capaces de renovar sus códigos. Algunos pueden pensar que en la cultura audiovisual vale todo, especialmente la demagogia y el populismo. Con el tiempo quizá se vaya descubriendo que no es cierto, y que el distanciamiento de la ciudadanía respecto de la política tiene mucho que ver con modos que parecen inscritos en la carne de los políticos. La última semana nos ofrece tres ejemplos locales de la eterna repetición que es la política. Así podemos ver como la teoría conspirativa acompaña siempre los episodios de decadencia partidaria; como es inconcebible el reconocimiento de un error -aun siendo meridianamente objetivo- por parte de un gobernante, y como el ventajismo es una práctica que no se detiene ni ante los cadáveres.

Por orden: la teoría conspirativa. Los males propios siempre deben tener causas ajenas; así podría enunciarse el principio de respuesta a las desgracias, de un manual de política politiquera (para decirlo a la francesa). El Ejecutivo de Convergència i Unió, desgastado por 20 años de gobierno, sometido a una crisis sucesoria y acorralado por el Partido Popular, ha perdido el control del territorio y se ha encontrado con un cisco considerable en las tierras del Ebro. Nadie, excepto Convergència i Unió tiene culpa de su pérdida de credibilidad; nadie excepto Convergència i Unió es responsable de las consecuencias de haber retrasado tanto la renovación de su liderazgo y de haber quemado por el camino un par de generaciones de dirigentes; nadie excepto Convergència i Unió es causante de su incapacidad para trazar alianzas en otras direcciones y para ser autónoma respecto del Gobierno central y su partido; nadie excepto Convergència i Unió puede sentirse responsable de los engaños y dobles juegos que la coalición ha hecho con la cuestión del Ebro y del Plan Hidrológico. Y, sin embargo, Convergència i Unió, en vez de asumir sus responsabilidades y replantearse estrategias y alianzas, hace lo de siempre, lo que hacen todos, denunciar la conspiración del enemigo. Detrás de las movilizaciones del Ebro está Maragall, dicen. Como los socialistas decían cuando la decadencia del PSOE: el GAL y la corrupción era culpa de una gran campaña orquestada por el PP. Estamos en lo de siempre: la negación de la realidad. El problema no es que Maragall esté o no esté detrás de estas movilizaciones -que no lo está, como todo el mundo sabe, y ya le gustaría estar porque significaría que tendría una fuerza que de momento no tiene. El problema es que en el Ebro las cosas se han hecho mal, que Convergència i Unió lo sabe, y que no tiene capacidad de salirse del lío en que se ha metido porque su debilidad la tiene en manos del PP. Los gobiernos en decadencia se asfixian siempre en la espiral del argumento conspirativo. Por mucha conspiración que haya, la realidad es la que es. Y finalmente, como le ocurrió al PSOE, acaba imponiéndose. El discurso conspirativo es casi siempre un discurso de perdedores.

Siguiendo el orden de aparición, la obstinación en el disparate. El Rey metió la pata en el discurso del Premio Cervantes al decir que el castellano no había sido nunca una lengua impuesta. La metedura de pata fue todavía mayor en la presunta rectificación: el Rey, decían, sólo se refería a Latinoamérica. Hay que tener realmente una viga en el ojo para no darse cuenta del atropello. Conforme a las convenciones del régimen, todo hacía suponer que el discurso del Rey lo había preparado el ministerio correspondiente, el de Cultura en este caso, y Arcadi Espada se fue en busca de su titular, la señora Pilar del Castillo (EL PAÍS, 6 de mayo). La obsesión por no aceptar que se ha cometido un desliz hizo meter a la ministra en un jardín del que no sé muy bien cómo va a salir. ¿Cómo una ministra de tradición democrática como ella puede decir que habría que ver en qué medida el franquismo persiguió el catalán y puede poner la supervivencia de la lengua como prueba? ¿Era necesario que el catalán hubiese desaparecido para que se pudiese hablar de prohibición? Desgraciadamente, somos demasiados los que no pudimos cursar los estudios en nuestra lengua como para que el discurso de la ministra pueda colar. Aunque la ideología de la ministra se correspondiera con el espíritu de su afirmación, es difícil creer en la eficacia de un discurso tan flagrantemente contrario a la realidad. La ministra quedó entrampada en el vicio político de no reconocer nunca un error, de no enmendarse nunca la plana a sí misma y, en este caso, al Rey, que era el lector del papel. A cada respuesta el lío era mayor. Todo por no aceptar humildemente que los gobernantes también se equivocan.

La tercera figura llegó después del asesinato del presidente del PP de Aragón, Manuel Giménez Abad. Podría decirse así: aprovecha cualquier circunstancia -por trágica que sea- en beneficio propio. Fiel a este principio, Joseba Egibar corrió a decir que este atentado perjudica al PNV y favorece al PP. Se dirá que los otros partidos, con el ritual de las condolencias y los entierros, también capitalizaban el crimen. Sería el colmo del cinismo. Ha sido Egibar el que ha hecho una interpretación ventajista y sin ninguna base real, porque los especialistas saben que es muy difícil precisar los efectos electorales concretos de un hecho de este tipo. ETA sencillamente irrumpía en campaña para hacer saber lo que a veces se olvida: que ella no aceptará nada que no pase por sus manos y sus métodos. Y Egibar, mientras los otros ponen los muertos, se atreve a hacer victimismo. Ventajismo vergonzante. Así de sencillo.

Sin embargo, son modos y maneras, todos ellos, inscritos en los comportamientos políticos. Sobre éstos se funda la desconfianza creciente de los ciudadanos. ¿Sería imposible que la política recuperara cierto reconocimiento de la realidad, cierta humildad para reconocer los errores, cierto respeto a las reglas del luto que rigen en la sociedad?

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