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Columna
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Política con escudo

Andrés Ortega

Primera paradoja: mientras Bush anunciaba solemnemente en Washington su decisión de ir adelante con un programa de escudo antimisiles para proteger a EE UU, a sus amigos y aliados, de posibles ataques nucleares de estados incontrolados, la troika de la UE -el actual presidente del Consejo Europeo, el primer ministro sueco Personn; míster PESC, Solana, y el comisario Patten- llegaba a la capital de uno de estos supuestos rogue states para apoyar el diálogo y la moderación y entablar unas relaciones de nuevo cuño con el cerrado régimen de Pyongyang. Meses antes, algunos de los Quince habían empezado a anunciar el establecimiento de relaciones diplomáticas con Corea del Norte. Pero esos eran otros tiempos. Ahora la actitud de Washington hacia Corea del Norte ha cambiado. La Administración Bush ha abandonado la política de Clinton de el sol que calienta, de acercamiento a Pyongyang , por otra de confrontación que ha sembrado el desconcierto en toda Asia y, antes que ninguna otra parte, en Corea del Sur.

El programa antimisiles está ya generando todo un debate antes de saber siquiera lo que va a ser -Bush poco ha aclarado- ni si va a funcionar. Pero hoy por hoy la política del escudo vale más que el escudo y su dudosa viabilidad tecnológica. Puede que el programa no acabe sirviendo para detener mísiles, pero lo que es indudable es que es imparable. No sólo por ser una forma, muy cara, de subvencionar las industrias de tecnologías punta, sino porque es un programa popular en el que la sociedad estadounidense (muy diferente de la europea, aunque sólo sea por sus tasas de creyentes en Dios) mayoritariamente cree. Por eso Bush quiere una primera fase rudimentaria de defensa antimisiles activada para 2004, su año electoral.

Los sumisos europeos no quieren enfrentarse a esta Administración recién estrenada, y han resultado, en general, poco críticos con el programa. Bush ha tenido la habilidad de consultar a los principales dirigentes europeos (entre los que no figura el español), a Putin, pero no a los chinos. Ha acompañado su propuesta de una promesa de marcada reducción, incluso unilateral, del arsenal estratégico de EE UU, como pidió el Gobierno rojiverde de Berlín. Además, los europeos creen que pueden beneficiarse de contratos en este programa, funcione o no, como ocurrió con la guerra de las galaxias. Pues en el fondo lo que todos temen, antes de que este programa funcione, es que tenga derivadas tecnológicas importantes. Para Bush no sólo ha acabado la guerra fría, sino, 12 años después de la caída del muro de Berlín, la posguerra fría. Pese a que pueda resultar desestabilizador, no necesariamente va a provocar este programa una nueva carrera armamentista, sino que, como he señalado en otra ocasión, ésta puede ser una carrera con un solo corredor, EE UU, para asegurarse la supremacía militar en el siglo que acaba de empezar, pues en la sociedad estadounidense y en sus dirigentes está muy presente esta idea de su preeminencia y destino manifiesto, aunque el siglo pueda avanzar por otros derroteros, y las amenazas futuras ser bien diferentes. El escudo puede servir para la guerra que no fue. Mas, si funciona, servirá para delimitar geográficamente las fronteras del imperio.

Detrás de este programa hay no ya la defensa contra unos Estados incontrolados que nadie sabe quiénes serán ni cómo se comportarán en 10 o 15 años, sino una carrera por el espacio, en su dimensión civil y militar. Y aquí llega la segunda paradoja: mientras Bush hablaba en tierra, por encima de él, un ricachón estadounidense, Dennis Tito, el primer turista espacial, se movía por el módulo ruso de la Estación Internacional, un proyecto financiado por la NASA, la europea ESA, Japón y otros países que muestra lo que puede ser el siglo XXI si se opta por una cooperación que no excluye la competencia, aunque sí es incompatible con la enemistad. Y con China, de tanto decirlo, EE UU puede estar creando un enemigo donde no lo había.

aortega@elpais.es

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