_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Construir la historia o el fantasma del nacionalismo

La historia cognitiva hecha por psicólogos estudia las creencias históricas de la gente como base de las cogniciones (o formas de conocimiento o racionalidad) individuales y colectivas que determinan nuestro punto de vista o nuestra relación con cosas tan importantes como nuestra identidad, nuestra nación, la de los demás, etcétera. Las creencias históricas eran difundidas, tradicionalmente, por los llamados historiadores, especialistas en generar e insertar esas creencias en narraciones convincentes o fundadas sobre la historia de cualquier clase o cosa. Tan convincentes como para generar en la colectividad el fenómeno del blind-eye u ojo ciego: gentes, nosotros mismos, cuyas creencias históricas más inciertas aprendidas de los historiadores, o de los mitos comunes, determinan nuestra negación a reconocer acontecimientos reales bien acreditados por la mirada más obvia. El que los mayores disparates para la construcción de la ceguera histórica de un país procedan de los historiadores no quiere decir que este gremio sea particularmente subjetivo, o más subjetivo que los demás, en la interpretación de los hechos: procede de su propia dedicación en exclusiva a tales narraciones, obviamente.

En el caso de España, ha habido una particular construcción del ojo ciego (por dignísimos historiadores: véanse algunos textos de los tiempos del franquismo) que han generado algunas narraciones adversas de similar entidad, dando como resultado una confusión y un reciente debate, ya olvidado en pocos meses. Las cosas que entonces se dijeron en toda la prensa del Estado por las partes en conflicto es preciso coleccionarlas con mimo, porque son tesoros impagables para que los científicos sociales reconstruyan nuestra propia historia cognitiva desde las opiniones públicas de los profesionales de la historia.

Algunas de esas creencias mostradas como verdades científicas por gentes poco dadas al método son de actualidad, y lo serán por mucho tiempo, porque de ellas proceden errores históricos en el tratamiento de la cuestión de España como país, Estado, nación o lo que cada cual quiera poner, que tampoco es muy importante. Quizá la más sustancial de las creencias, por el bando de los esencialistas hispanos, es la negación de hecho (no siempre de forma explícita, pero reconocible en sus discursos públicos) de cualquier entidad nacional (en el conjunto de los colectivos territoriales regulados por el Estado) al margen de la propia España. Sobre este mito incierto, de fuerte soporte histórico-profesional (y aquí hay que exonerar, en parte, a los historiadores e imputar a otros gremios humanísticos la creación de esta creencia), se fraguó el proceso simbólico que dio apoyo al proceso material y carnal de convergencia de los poderes económicos locales en un Estado supuestamente eficiente de carácter fuertemente centralizador. Los mitos no son despreciables desde ningún punto de vista: ni siquiera es seguro que muchos de ellos se funden sobre mentiras legendarias: alguna forma de verdad, al menos de verdad sociológica y psicológica, hay tras ellos. Los mitos son formas creenciales muy funcionales que todos los pueblos tienen bajo diversas formas o narraciones. Por eso, la crítica mitológica (la crítica mitológica al nacionalismo vasco, por ejemplo, hoy en el candelero por razones lamentablemente explicables) puede ser perfectamente irrelevante si no se hace bajo el marco de esta constatación universal: todas las sociedades comparten ciertas mitologías de poca o nula base empírica cuya función es variada, pero que, en general, sirven para proporcionar una base de creencias nunca explicadas a poblaciones que conviven en conglomerados culturales comunes (naciones, etnias, culturas inter-nacionales, etcétera). Y esto es tan funcional, irracional o disparatado en Euskadi como en España. La creencia-mito en la unicidad esencial de España es de esta especie mitológica y ha sido amparada, y lo sigue siendo, por el aparato difusor de estas cosas: ese conglomerado de intereses simbólico-económicos que el Estado gestiona.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Es una falsa creencia, y determina el 'ojo ciego' de muchos ciudadanos hacia los propios fenómenos interiores de lo que llamamos España. Se transforma en intolerancia hacia las lenguas, culturas y personas, y ahora toma la forma de un 'antinacionalismo' que tiene poco o nada que ver con las críticas al nacionalismo que hicieron en su tiempo comunistas y anarquistas en nombre de un nuevo 'internacionalismo' solidario y generoso frente al Estado-nación de la burguesía emergente, auténtico nacionalismo o neonacionalismo moderno que poco o nada tiene que ver con las comunidades etnoculturales, que son objetivo de los antropólogos fundamentalmente.

Pero el ojo ciego de buena parte de la ciudadanía es estimulado reiteradamente por los neocríticos del nacionalismo (no los viejos libertarios o comunistas) que ven la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio: han tragado y hasta aplaudido, o al menos callado, toda la barbarie injusta y agresiva del nacionalismo de Estado contra sus periferias nacionales, y ahora se escandalizan gravemente porque esas periferias, desde la voluntad de alguna parte de sus ciudadanos, reconstruyen sus legendarios nacionales con mayor o menor fortuna histórica. La existencia del terrorismo es la excusa para extender la crítica a toda emergencia nacional o nacionalismo periférico (un ejercicio de 'cretinismo político', decía alguien en este periódico) y extender, radicalizar y actualizar el 'ojo ciego', y así empeorar el proceso de racionalización de la narración de lo que llamamos 'historia de España', que fue, y aún es, un conjunto de mitos, tópicos, mentiras y silencios, sobre todo silencios, hacia la historia real de los pueblos que habitan el país. Da vergüenza, sencillamente, constatar las deficiencias graves de información e interpretación que tienen muchos historiadores profesionales sobre la historia de las periferias nacionales, aunque esto no es óbice para que dogmaticen y disparaten sobre todo ello con la suficiencia del que tiene patente de corso para hablar en nombre del mito central.

La radicalización de la situación en Euskadi, y la proyección sobre el conjunto de España de los artilugios verbales creados para el combate en aquel país, ha generado una situación sencillamente insoportable: individuos de diversa condición intelectual, pero decididos y tenaces, amparados por el Estado y por los medios de comunicación, están recreando impunemente las actitudes y teorías del fascismo hispano bajo bandera de la democracia. Buena parte de estas gentes operan de buena fe ante la amenaza estúpida y cruel de unos terroristas que dicen actuar en nombre de algún nacionalismo, y su razón y su rabia se nos cae encima con generalizaciones intolerables y burdas que son explicables, pero nunca justificables. Hace unas semanas, uno de estos soldados de la democracia irrumpía en A Coruña, de la mano del alcalde Vázquez, y generalizaba a Galicia el problema vasco bajo el genérico de 'nacionalismo', introduciendo tontamente en una sociedad pacífica unos problemas ajenos que nada tienen que ver con los autóctonos. Estaba haciendo algo muy grave, pero habrá regresado a su tierra con la conciencia tranquila por haber difundido la buena nueva del combate general contra el nacionalismo, añadiendo una nueva piedra a la construcción del ojo ciego y del legendario central. En nombre de la democracia, naturalmente. Una democracia que el nacionalismo hispano que ahora vuelve se encargó de tumbar hace casi setenta años con la punta de las bayonetas (por Dios y por España) contra un pueblo inerme e iracundo que apenas ha vuelto a levantar cabeza del miedo que le han metido en el cuerpo estos nacionalistas neoemergentes que ahora nos acosan de nuevo, al albur del terror que nosotros, los no terroristas, no hemos practicado ni amparado ni aplaudido. Pero es igual, cualquier excusa es buena para reconstruir el nacional-fascismo como contrapartida al indudable crimen, al indudable horror que algunos sujetos ejercen en nombre del nacionalismo.

Fermín Bouza es sociólogo.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_