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Columna
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Intelectuales

Considera el autor que la necesidad de que los intelectuales intervengan en política denota una enfermedad de nuestra sociedad

De un tiempo aquí, como parte del drama que vivimos en el País Vasco, el intelectual está adquiriendo una presencia, una protagonismo, impensable en nuestro entorno. Por mi parte, participo de la incomodidad que Pedro Ugarte mostraba frente a esa figura hace unos días (22 de abril) en esta misma sección, aunque tal vez con un diagnóstico algo diferente.

De entrada, en efecto, ¿qué o quién es un intelectual?, y, sobre todo, ¿qué proyección pública debe tener? Para el diccionario de uso de María Moliner, el término intelectual 'se aplica a la persona que se dedica a trabajos que requieren especialmente de la inteligencia'. Inteligencia: 'habilidad, destreza y experiencia', nos dice el Diccionario de la Real Academia de la Lengua. Según esto, intelectuales seríamos casi todo el mundo o no lo sería nadie.

Sin embargo, sabemos que nos estamos refiriendo a un grupo concreto, incluso corporado. No entraré en la genealogía de esa figura, pero brevemente podría decirse que se trata de hombres de ideas que sean libres (no vinculados) y se dirijan a la opinión pública con ánimo de influirla.

Un arqueólogo no será un intelectual mientras se dedique sólo a sus piedras o un novelista a sus libros. Pero, si de su profesión se infiere un criterio público sobre cuestiones variadas, entonces sí serán intelectuales, y se les llamará 'profesor universitario' o 'escritor'.

Esto ha sido así cuanto menos desde que se generaron sociedades de opinión allá a finales del siglo XVIII: gentes de talento, pensadores con proyección pública. Esto es un hecho, ni malo ni bueno en principio. O, sencillamente, bueno: a toda sociedad beneficia tener una serie de individuos con ideas y ánimo de comunicarlas.

Cuando comienza a ser problemático (como síntoma, no como causa) es cuando esos individuos dejan de serlo para adquirir conciencia de grupo y gozan de un protagonismo desmedido en sociedades de opinión, supliendo a los políticos.

Es lo que ocurre hoy en el País Vasco; uno de tantos fenómenos perversos que debemos a ETA (aparte del más cruel del dolor). El intelectual hoy tiende -sólo tiende- a suplantar al político en la acción pública y en la representación social. Y eso sería malo porque, sencillamente, cambia la democracia por la aristocracia (representación genuina y no electiva, debate extrainstitucional, etc.), y a veces se la camufla como iniciativa ciudadana sin serlo propiamente.

Un ejemplo evidente resultó ser Foro de Ermua, que nunca contó en sus filas con fontaneros o amas de casa, y acabó teniendo una clara vocación de intervención política, como dijo, al abandonarlo, Jon Juaristi. Esto y otras cosas se han corregido en Basta Ya de Donostia, que, por cierto, nos convoca el sábado día 28.

Como decía, esto es síntoma de una sociedad enferma (no su causa, claro). El agrupamiento de intelectuales, su irrupción en la política, su conversión en intelligentsia, suele producirse en sociedades amenazadas por el totalitarismo (Europa del Sur y Este a principios de siglo) o inmaduras, con partidos políticos poco desarrollados (España a finales del XIX), o, como dice Isaiah Berlin, en sociedades con una Iglesia poderosa: ni en Escandinavia ni en Inglaterra ha habido nunca una verdadera intelligentsia.

Todo eso se da hoy en el País Vasco. Hay una amenaza totalitaria (la que proyecta ETA), una debilidad de los partidos que en ocasiones hacen dejación de sus funciones sin atreverse a liderar la sociedad con decisión, y cierta iglesia o visión sacra de la sociedad (la nacionalista) que lleva al intelectual a sentirse en la obligación de convertirse en campeón de un ideal en peligro: el de la democracia y la fe ilustrada (con riesgo de su vida y mi respeto).

Todo eso se presenta como tendencia. Sin embargo, me tranquiliza el hecho de que ver que esta sociedad sabe reaccionar a tiempo frente a ellas. Que hay intelectuales que guardan celosamente su individualidad y ese espíritu crítico indispensable. O que las iniciativas ciudadanas son lo que debieran. Es lo que ha ocurrido con la plataforma Basta Ya en San Sebastián y lo muestran voces como la de Pedro Ugarte.

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