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Tribuna
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Dichosas comillas

La lista de aberraciones humanas es interminable. Cada actividad lleva aparejada las suyas. Por ejemplo, se considera poco presentable que un piloto conduzca borracho un avión, que un juez se deje sobornar, que un político utilice el poder público en beneficio privado, que un médico abuse de sus pacientes, que un catedrático vote al peor candidato en unas oposiciones a la Universidad, que un empresario defraude a Hacienda, que un policía torture, que un periodista manipule la información... o que un escritor plagie. Aunque, comparada con otras aberraciones, el plagio no es ni mucho menos la más monstruosa, ni la más dañina, no deja de tener su interés, sobre todo si se da la triste circunstancia de que quienes plagian son algunos de los más altos responsables de los asuntos educativos y culturales de este país.

Lo del Ministerio de Educación y Cultura debería ser motivo de honda preocupación. Resulta que el nuevo director de la Biblioteca Nacional, Luis Racionero, es responsable del plagio de largos fragmentos de un libro inglés escrito hace 80 años. El secretario de Estado de Cultura y ex director, asimismo, de esa Biblioteca Nacional, Luis Alberto de Cuenca, convenientemente homenajeado en una reciente y muy taquillera película española, es otro gran plagiador, también de un libro inglés antiguo. Y, por si esto fuera poco, la propia ministra de Educación, Pilar del Castillo, se ha visto obligada a reconocer en público que un artículo publicado bajo su nombre en Papeles de Economía Española no sólo no lo escribió ella, sino que ni siquiera tuvo tiempo de leerlo antes de mandarlo a la revista. Y todo esto sin salir de su ministerio, pues la sospecha de fraude intelectual se extiende también a otros políticos del PP, como Eduardo Zaplana...

Ha habido otros casos de escritores o académicos metidos en política y pillados en flagrante plagio. Tal vez el más espectacular sea el de Sandra Correa, ministra de Educación en Ecuador en el gobierno del presidente Abdalá Bucaram, alias El Loco, célebre por cortarse el bigote tras ganar las elecciones, grabar un disco con Los Iracundos, apadrinar junto con Lorena Bobbit a la niña Amar Silvana, y arrasar el sistema económico y político de su país. Correa publicó en 1990 Protección laboral y social de la mujer en el Ecuador, trabajo con el que, además, había conseguido antes el grado de doctora. El libro era una copia de una tesis doctoral escrita por otra persona. Cuando Correa llegó al cargo de ministra de Educación, el escándalo estalló en los medios de comunicación. A pesar de que la ministra trató de quitar hierro al asunto ofreciendo a la víctima una segunda edición del libro en el que figurara como coautora, y a pesar de que El Loco anunció que a su ministra no la movía 'ni un terremoto', el caso es que la Universidad desposeyó a la ministra de su título y el Congreso organizó un juicio político que le obligó finalmente a dimitir.

Nuestro presidente no es tan divertido como lo era Bucaram (¿se lo imaginan grabando un disco o cortándose el bigote?), pero parece dispuesto a hacer verdad eso de que a sus altos cargos no los mueve ni un seísmo. Aquí las revelaciones sobre plagio dan para chascarrillos y murmuraciones, pero no para dimisiones. La gente no parece valorar en sus justos términos lo delicado del asunto: las políticas que afectan a la educación y al saber están en manos de unos individuos que consideran perfectamente normal apropiarse de textos ajenos. Cuando se descubre que un alto cargo ha ocultado datos a Hacienda, se arma un escándalo fenomenal, y todo el mundo protesta por la jeta del personaje, mientras que la descarada plusvalía intelectual que supone apropiarse del trabajo de otros es solamente algo que está feo, un descuido que debería haberse evitado pero que no ensombrece, en palabras de Pilar del Castillo, una 'probada solvencia'.

Si no hay un clamor exigiendo la dimisión a estos personajes, se debe a lo extendido y asumido que está el refrito en España. ¡Cuántos libros han escrito nuestros académicos e intelectuales que se agotan en resumir desganadamente lo que los verdaderos investigadores producen! El tránsito del refrito al plagio es casi natural. Como explicó en su momento el propio Luis Alberto de Cuenca, 'se zurce, se teje, se corta, se añade, como los rapsodas. Y no puedes estar poniendo comillas a cada rato' (EL PAÍS, 30-X-2000). Esas dichosas comillas, ese signo tipográfico tan pequeño e insignificante que entorpece la lectura, termina cayéndose del texto con disimulo. Según Racionero, 'si me quieren criticar que no he puesto comillas, que lo hagan', como si la omisión de las mismas fuera una falta no más grave que olvidar el cierre de un paréntesis o descuidar una coma.

Lo peor de toda esta increíble historia han sido sin duda las explicaciones de los plagiarios, que van de lo sublime a lo grotesco. De Cuenca considera que el autor por él plagiado debería estarle agradecido por la difusión que hace de sus ideas. Y colocándose en el panteón de los clásicos, añade que 'también Homero zurció, y se hizo así hasta el Renacimiento, sin problemas. Luego vino toda esta cosa moderna de la Propiedad Intelectual'. Racionero no ve sino 'intertextualidad' en su plagio: 'Buscar lo que han dicho otros y contarlo. No vas a inventar. Lo hacemos todos'. Qué revelador resulta que Racionero tenga tan asumido que no va a 'inventar' nada y que no tiene nada nuevo que decir sobre el tema que trataba en su libro, la Grecia clásica. ¿Por qué entonces estas personas aceptan encargos de libros y artículos si no son capaces de añadir nada de su cosecha? ¿Hasta dónde puede llegar su vanidad literaria? ¿De dónde se han sacado que un refrito aderezado con un poco de plagio es lo más normal del mundo?

Más allá de estas justificaciones, luego, en cuanto políticos, han reaccionado de la misma forma que lo hizo toda aquella panda de pillos que tan entretenida volvió la última legislatura socialista. De Cuenca se ha referido a un 'linchamiento intolerable' y ha amenazado con denunciar al periodista de EL PAÍS Miguel Mora, que cubrió la noticia. Racionero ve un ánimo inquisitorial y considera una 'invasión de su intimidad' las preguntas que le realizan. Además, adivina oscuras intenciones tras estas revelaciones, pues su libro se publicó hace ocho años. Ninguno ha pedido disculpas o ha dimitido. Han dicho que sus trabajos no eran tesis doctorales (no hace falta que lo juren), han extendido las responsabilidades a los demás (muchos otros hacen lo mismo) y se han quejado de que les haya tenido que tocar precisamente a ellos.

¿No recuerda todo esto a lo que decían los roldanes, los veras, las salanuevas...? No sé por qué, pero me imagino que estos escritores exquisitos se sentirían en su momento ofendidos y asqueados por la aparición de todos aquellos escándalos. Aunque la naturaleza del fraude intelectual sea algo distinta a la del fraude fiscal, el caso es que estos escritores están haciendo ahora el mismo papelón.

Ignacio Sánchez-Cuenca es profesor de Ciencia Política.

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