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Columna
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Mi librero de cabecera

Según las encuestas más acreditadas, solo el 36% de los entrevistados se declaran lectores frecuentes. Los demás no leen o, en el mejor de los casos, víctimas de un trastorno mental más o menos transitorio, hojean un libro para simular el bostezo, o eso imagino. El citado dato me sume en la perplejidad y apelo a mi librero de cabecera para saber a qué atenerme. Tampoco a él arroja mucha luz sobre el citado porcentaje. Lo que a él le consta es que somos muy pocos -asegura de sus fieles clientes- y apenas nada en proporción a la cantidad de títulos que últimamente se editan. Docenas por semana, algo abrumador y sugestivo en buena parte.

Por fortuna, uno cuenta todavía con un librero de cabecera que sabe qué género ha de ofrecerle a cada quién o rastrearle donde fuere la obra descolgada de catálogo. Es, el librero de cabecera, un superviviente ajeno al taylorismo que aplican las grandes superficies o las macrolibrerías. Como el antiguo médico de familia, conoce y atiende las querencias y necesidades individuales de su gente y todavía practica la vieja usanza del pago aplazado sin otra credencial que la confianza. Además, y a menudo, su intuición es más veraz que el criterio del sesudo crítico. Le basta con leer la pestaña del libro, verificar la edad del autor o echarle un vistazo a la estampación para ponderar la calidad del texto. En fin, que ni su propia mujer le delata con más nitidez las vibraciones pertinentes.

De un tiempo a esta parte le veo de capa caída, no obstante comprobar que ninguno de sus leales ha desertado y que sus reflejos profesionales siguen siendo tan lúcidos como los de Paco Dávila, aquel librero valenciano que nutrió al progresismo predemocrático valenciano con más eficacia y generosidad que todas las consejerías de Cultura que le sobrevivieron. No fue el único de aquellos tiempos, pero sí que puede pasar por su arquetipo. Más o menos como el cofrade a que me vengo refiriendo. Tipos ambos, como otros semejantes y en peligro de extinción, a quienes nunca se les rendirá el tributo debido por su corajuda aportación a la democracia y defensa del libro, así como al cultivo del lector.

Ignoro -ya queda dicho- si el referido porcentaje de compradores garantiza su pervivencia. Pero es evidente que los vientos liberalizadores y globalizantes no les soplan de popa. Se pretende que libros, preservativos y berenjenas se vendan al alimón y, de ser posible, a la gruesa con tal de reducir un duro o dos los precios. El mercado, dicen. Además, concurre la estupidez del Internet -que el demonio lo confunda-, el acoso alienante de las televisiones y las blandas o elusivas políticas oficiales de ayuda al librero. El editor ya se forra con los precios que fija para las novedades. Y si hablamos de libros en valenciano, mejor callar, porque el apoyo no pasa de mero formulismo, expresivo de la escasa voluntad.

A pesar de los pesares, los libreros de cabecera resisten y hoy los valencianos oficiantes en la capital en su inmensa mayoría expondrán sus surtidos en los Jardines de Viveros. La Fira del Llibre. Es una visita obligada y hasta entrañable para reencontrar amigos y conocidos, pegar la hebra y sentar plaza de resistente codo con codo con este oficio de librero que nos lo quieren arrebatar, como el agua que bebemos y el trigo. Y no es broma. Allí nos vemos.

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