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Columna
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Sábado Santo

Este Sábado Santo, Sevilla tiene el aspecto de haber sobrevivido a una multitudinaria fiesta de cumpleaños: los papeles, las botellas vacías y demás basuras nos conducen por las aceras hasta la plaza del Altozano, junto al río, donde el día empieza ya a convertirse en una cortina amarilla. Aquí, en una de esas casas que ahora nos es difícil precisar, estuvo situada la sede del PCE aquel esperanzado día de 1931, hoy hace exactamente setenta años. Ignoramos quiénes serán los dueños actuales, que ignoran a su vez el pasado simbólico del edificio y que no han colocado sobre los balcones más que las palmas marchitas del Domingo de Ramos. En otras partes de la ciudad es distinto. En la fachada de Comisiones Obreras, en la plaza del Duque, ondeó tímidamente, por un día, la bandera tricolor, y manos fugitivas imprimieron paredes de rojo, amarillo y violeta en otros barrios, junto con proclamas que saben a caramelos viejos, dejados demasiado tiempo en la cesta. Hoy es Sábado Santo, y los pocos rezagados que quedan por las calles apenas tienen tiempo de acordarse de la semana pasada, del hedor del incienso y las multitudes, de alguna imagen resguardada en una capilla con velas derretidas. Nadie se detiene frente a este edificio del Altozano y recuerda que aquí, hace exactamente setenta años, se proclamó, como en otras partes de Sevilla y del país, la Segunda República, y una constitución cuyos méritos y bondades han borrado casi un siglo de ignominia, de difamación, de olvido.

Siempre que viajamos, a Ida y a mí nos gusta visitar cementerios. A veces la entrada es dificultosa, hay que rodear un muro con yedras o saltar una cancela que ya no protege nada. Allí, entre el damero de tumbas, crecen las glicinas y los jaramagos, y uno tiene la impresión paradójica de que todo cementerio es un vivero, un crisol de vida, y de que los muertos sobreviven a su ataúd de algún modo oscuro y botánico. A nosotros nos gusta descender hasta la zona del cementerio donde se hallan las tumbas de los niños, y allí reparar en las más antiguas, cuando aún se estilaba colocar el retrato del difunto junto a su nombre. Una vez, en Florencia, descubrimos el rostro oval de un niño de color café, con dos almendras negras e inmensas en lugar de los ojos, que había muerto a los nueve años y con el que el marmolista se había ganado el jornal esculpiendo una farragosa poesía sobre la losa. La pregunta que nos vino a las mientes entonces, sobre la cara de aquella criatura, era qué montón de posibilidades abolidas contenía aquel agujero: qué amor no declarado, qué páginas no escritas, qué paperas sin cumplir, qué no-hijos, qué no-vida. Las tumbas de los niños son esos museos de lo imposible; nichos llenos de pianistas sin cuajar, de escritores tachados, de asesinos que jamás consumaron un crimen. Debe de haber algún lugar en el universo donde se guarden esas posibilidades descartadas, donde todos esos niños se conviertan en ingenieros y celebren bodas.

Hoy, en el Altozano, recuerdo que la bandera que no han colocado en el balcón tenía sólo cinco años cuando le entró el tétanos mortal que la destrozaría poco después. Y pienso, naturalmente, en todo lo que pudo haber sido y no fue, en un país imposible con otra sociedad, otras leyes, otros órganos, otra clase de fiestas en los Sábados Santos, al anochecer.

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