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Columna
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Reforma mínima

Jesús Mota

Casi con efectos pedagógicos puede establecerse una separación de la reforma laboral, ese confuso proceso de negociación sobre las condiciones del mercado de trabajo que parece eterno, en tres fases distintas. La primera sería la correspondiente a las conversaciones sobre modalidades de contratación, que acabó con aquellos cambios mínimos en las condiciones de coste de despido y de indemnización en algunos tipos de contratos a tiempo parcial; la segunda sería la atinente a las pensiones, que acaba de terminar con leves modificaciones en los cálculos de la pensión y periodos de jubilación -casi lo único importante es la posibilidad de que se pueda percibir parte de la jubilación y parte de un sueldo en una especie de economía mixta privada-pública en determinados casos-, y la tercera fase, por realizarse, tratará de las condiciones de la negociación colectiva.

Hasta ahora, la reforma laboral no ha conseguido la aprobación de los agentes sociales, que es la ventaja de un cambio pactado

A pesar del recio triunfalismo que impregna las informaciones oficiales y oficiosas sobre los resultados de la reforma laboral conseguidos hasta ahora, resulta que ni siquiera se han respetado las condiciones mínimas de una negociación laboral. La primera y principal es que en ninguna de las dos primeras fases de ha conseguido el acuerdo o la aprobación plena de todos los agentes sociales, con lo cual no existe la aquiescencia social, que es una de las ventajas de una reforma pactada. En la primera fase, la reforma de la contratación, el Gobierno se apresuró a imponer sus criterios por decreto, sin contar con la opinión de los sindicatos, so pretexto para tanta prisa de que se agotaba el plazo (?) de la negociación. En la segunda fase se ha registrado la negativa de la Unión General de Trabajadores (UGT) a aceptar las propuestas de reforma, que sí han sido aprobadas por Comisiones Obreras (CC OO). Podrá decirse, pues, cualquier cosa de los tramos de la reforma laboral vencidos hasta ahora, salvo que se ha cubierto felizmente el objetivo político de alcanzar el máximo acuerdo social sobre el mercado del trabajo y las normas que lo regulan.

Sobre el contenido de los acuerdos alcanzados hasta hoy no es necesario profundizar, porque ninguno de ellos modifica sustancialmente las condiciones previas del mercado, y las modificaciones mínimas lo son en tal medida que apenas harán perceptible cualquier mejora que produzcan. Sí cabe decir que, como en un juego de compensaciones mutuas, en la fase de contratación se impuso por goleada el Gobierno, aunque sólo sea porque hizo lo que le pareció oportuno sin participación alguna de los sindicatos, mientras que en la fase de las pensiones casi todo han sido concesiones a CC OO, quizá como táctica para ahondar en sus diferencias políticas con UGT.

Queda la tercera fase, que es la que menos posibilidad de componenda ofrece. En esa mesa de negociación, los empresarios y los sindicatos tienen que dirimir cuestiones tales como la preeminencia de los convenios de empresa sobre los sectoriales, una vieja aspiración de los economistas más ortodoxos y de los partidarios de la flexibilidad del mercado laboral, o la polémica sobre la ultraactividad de los convenios, es decir, su permanencia transitoria cuando han vencido, se están negociando otros nuevos y se da por hecho que el convenio vencido es el mínimo punto de partida para construir el siguiente. Aquí habrá desempate. Pero lo más interesante será el calibrar cuál es el temple de este Gobierno y hasta dónde está dispuesto a llegar para conseguir una reforma pactada. Porque, por lo visto hasta ahora, no llega demasiado lejos.

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