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Columna
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Penitentes

Se está viviendo en esta tierra y todo el Estado la Semana Santa, también llamada Fiesta Mayor -¿cómo se puede calificar como fiesta la conmemoración de la cruel tortura y posterior muerte en el suplicio de la cruz sufrido por un ser, humano o divino, a manos de sus congéneres?.

Sí, con los fastos correspondientes, la denominada Semana de Pasión ha de ser celebrada.

Andalucía, barroca y pagana durante el resto del año, se llena de capirotes, cirios, imágenes bellísimas transportadas en los lujosos pasos a lomos de los devotos y esforzados costaleros. Luces de hachones y velas transportan a los paisanos y forasteros hasta el éxtasis religioso o estético mezcladas con las otras ráfagas destellantes de los aparatos fotográficos, vídeos y cualquier maravilla de la técnica.

Es posible que entre tanta gente cuidadosamente vigilada por distintas marcas de policía y agentes privados de seguridad anti-bulla, se hallen, juntos o por separado, el ministro Arias Cañete o el comisario alemán Fischler. A lo mejor también se encuentra con ellos el presidente del España va bien y señora, que vuelven de ese último viaje a Occidente limpio y sano. No como Marruecos, país en el que a don José María no se le ha perdido nada, por mucho que insista el señor Zapatero.

¡Faltaría más! Aquí, en cualquier ciudad andaluza, es donde hay que estar gozando de la benigna temperatura, los aromáticos árboles en flor y el espectáculo, único en el mundo, que conforman los tronos y esos miles de devotos y nazarenos seguidores de tan antiguas devociones.

Penitentes: cucurucho, antifaz, túnica; calzados o a pie desnudo, pero todos voluntarios que un día, algunos más, salen con sus cofradías y luego vuelven a casa contentos y felices para seguir con la saludable rutina: familia, trabajo, peña o lo que cada uno tenga, pero voluntarios de un día, oliendo a incienso durante siete. Caminantes sin riesgo más que de ampollas.

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Hay otros: los que no lo quieren ser. Pertenecen a otra Cofradía: la de Pescadores y los pasos son estos barcos amarrados durante tanto tiempo en Barbate y muchos puertos andaluces; hombres que perciben una miserable subvención a cambio de no hacer nada. Otros que ni siquiera tienen eso porque eran pequeños comerciantes que abastecían a los primeros. Todos ellos costaleros, nazarenos y seguidores de la mar.

Por la ineptitud e ineficacia de los modernos Poncios, nombrados por el Imperio para gestionar sus intereses, se ven abocados a una semana no santa perpetua y en vez de oler incienso una vez cada 365 días, sus hijos aspiran desde hace mucho tiempo el aire marino de la tierra mezclado con el humo de las drogas a la vez que llevan en sus asnos motorizados la mirra, mil veces más lucrativa del hachís, perseguidos por desalentados, a veces corruptos, centuriones.

A esos nadie viene a verlos, no generan miles de millones, son una hermandad pobre, incómoda e indeseable ante la que los grandes, glotones turistas, se lavan las manos con jabón de olor y agua dulce.

¡Ah!, Pedro era pescador.

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