Argentina: recesión y fragilidad política
Está previsto y reconfirmado que el ministro de Economía argentino, Domingo Cavallo, dé una conferencia mañana en Madrid. En pocas ocasiones una intervención será más oportuna. Seguramente, Cavallo no insistirá en los puntos que desarrolló hace poco en la Academia de Ciencias Morales y Políticas: Argentina podría entrar en la Europa de Maastricht, pues cumple con los criterios de convergencia (poca inflación -más bien deflación-, estabilidad de los tipos de cambio y de interés, déficit público y nivel de endeudamiento). Ésta es la demostración de que se puede llevar una política económica ortodoxa y no estar bien.
A los 25 años del golpe de Estado militar, Argentina corre el riesgo de ahogarse en su propia virtud. Los problemas de hoy no son fundamentalmente macroeconómicos, sino de una prolongada recesión que comenzó en el segundo trimestre de 1998, y que ha acabado con los estándares de vida de una nación que a principio de siglo figuraba entre los 10 países más ricos del mundo. La recesión es el primer problema, pero no el único. Hace tres meses, el FMI tuvo que inyectar 40.000 millones de dólares para que Argentina pudiera hacer frente al pago de su deuda externa. El préstamo del FMI pretendía limitar tanto las dificultades de liquidez de la economía argentina como las posibilidades de un efecto contagio sobre el resto de las economías de la zona, primero, y posteriormente sobre el resto del planeta. Desde la crisis financiera de 1997, que comenzó en Tailandia, se sabe que no hay enemigo pequeño y que los problemas económicos pueden trasladarse como un reguero de pólvora desde cualquier lugar de la periferia. Es uno de los efectos prácticos de la globalización.
Con ser enormes, las deficiencias económicas no serían insalvables sin el ambiente de extrema debilidad política que existe en Argentina. El presidente Fernando de la Rúa no pasará a la historia como un virtuoso en el manejo de la coyuntura, hasta tal punto que, comparado con él, el anterior presidente, Carlos Menem -que parecía abrasado para cualquier intento de vuelta a la plaza pública-, es añorado a veces. Lo ha sido ahora, cuando De la Rúa no ha tenido más remedio que echar mano de su superministro, Domingo Cavallo (el que acabó con la hiperinflación, el autor del plan de convertibilidad que equipara cada peso argentino con un dólar norteamericano), como medida de urgencia para sacar a Argentina del marasmo.
Los inversores han tomado nota de la fragilidad de De la Rúa y han castigado con dureza los valores bursátiles. En menos de un mes, el presidente ha tenido nada menos que tres ministros de Economía: el que más tiempo ha durado, José Luis Machinea; el que apenas en dos semanas logró levantar a todo el país y resucitó las huelgas generales en contra de su duro ajuste económico y aumentó la soledad política de De la Rúa (logrando la dimisión de todos los ministros del Frepaso, el partido que gobernaba junto al Radical de De la Rúa), el ultraliberal Ricardo López Murphy; y Domingo Cavallo. Este último, al que a pesar de su enorme poder en Argentina no le han sido nunca favorables las urnas, tiene el reto de recuperar la confianza de la ciudadanía y de los inversores externos.
Peor que una recesión es una recesión con un Gobierno débil. En esa coyuntura, los ajustes presupuestarios, contradictorios con unas demandas sociales que exigen menos sacrificios, requieren amplias bases de apoyo político y legislativo. Por ello, Cavallo exige poderes excepcionales del Parlamento, y De la Rúa un Gobierno de unidad nacional. La presencia de Cavallo en el Gobierno ha eliminado el riesgo del tipo de cambio, pero no la inestabilidad política y económica. Para ello se requiere, además, otro tipo de instrumental. El economicismo es ciego, como ha demostrado la acción abortada de López Murphy.
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