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Columna
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No ser leyenda

Vicente Molina Foix

Emociones con un resabio amargo en pocos días. Veo a Javier Bardem en la película de Julián Schnabel Antes que anochezca, y me acuerdo de la noche en que conocí fugazmente en Madrid a Reinaldo Arenas, moviendo sus manos como hélices y sonriendo con la mansedumbre coqueta que tan bien reproduce el actor español. Leo en una reseña de Enrique Vila-Matas que la argentina Alejandra Pizarnik, muerta por decisión propia en el lejano año de 1972, es hoy una escritora de culto, cosa inesperada aquella tarde de Barcelona, cuando ella llegó al bar, en pleno verano, llevando una gabardina de película portuaria francesa; el amigo común me la presentó y yo tenía un libro suyo con este verso subrayado: 'No es muda la muerte'. Leopoldo María Panero, con el que compartí antes de cumplir 20 años muchos descubrimientos y algún tugurio poco recomendable, tiene ya biografía publicada, y está en curso la de Eduardo Haro Ibars, a quien traté menos pero vi amanecer con cierta frecuencia, más eufórico él que yo después de la noche en vela, bajando por la calle Velázquez hacia ninguna parte. Cargante privilegio -lo pone la edad- éste de aparecer como figuración o actor de carácter en las películas de otras vidas.

Al mismo tiempo, nos reúnen a ocho en un restaurante de Barcelona y acude toda la prensa, que fotografía con una curiosidad un tanto antropológica lo que queda de los Nueve Novísimos (el noveno, Leopoldo María, no se presentó, ocupado sin duda en continuar su biografía). ¿Mito, hito? Fui el último mono en llegar al arca de Castellet, y por ésa y otras razones poéticas siempre me sentí un poco marginal, como el espectador privilegiado de una función que tú ayudaste a montar. La evaluación literaria la dejo a otros, aunque tengo mis preferencias. ¿Y la leyenda? La palabra ha salido en las crónicas y eso que los biógrafos no han entrado aún a saco en el grupo. Yo sé que hay una historia privada de la antología, que algún día, en la medida que aporte al cauce literario, quizá merezca ser contada (Jaime Gil de Biedma disfrutó mucho con el relato, que hizo suyo, del porqué el sector juvenil de los Novísimos llegó a la ruptura, tras una noche de celos desorbitados, en un ático de la calle Lope de Rueda, de Madrid).

La amistad fue el origen del libro y con ella la militancia. Mejores o peores, mayores o menores, aquellos nueve reclutas conocían y tenían nostalgia de las guerras de liberación literarias habidas en Francia, Italia y Alemania en el periodo entre las dos contiendas mundiales. Si no podíamos ser surrealistas de estado mayor, al menos que se oyera el petardo de la insolente guerrilla urbana. Recuerdo a Castellet como capitán complaciente en sus días de leva por Madrid, acompañado a veces de Juan García Hortelano, que servía de enchufe en el escalafón.

En la reedición facsímil que Península ha hecho de Nueve novísimos se añade en un opúsculo separado una selección de críticas y comentarios de la época. Echo en falta a algún insultante ilustre que, no mucho tiempo después de la salida del libro, cambió el forro azul de pana por la seda, para poner su chaqueta al día. Leemos un prudente respaldo de Rafael Conte, una culta mirada crítica de Masoliver Ródenas, una arremetida de Gaspar Gómez de la Serna (en el Arriba) tachando a los nueve, comunistas y troskistas en buena parte, de 'agentes de la cocacolonización'. Castellet también ha incluido fragmentos de dos cartas personales que recibió en su día. En la primera, Emilio Alarcos se limita a sentir el frío que, allá en Oviedo, le dan los versos seleccionados. El poeta italiano Franco Fortini, más cálido, se muestra, además, perspicaz. Detecta el influjo francés en el exhibicionismo de los poetas recién salidos de las 'innumerables librerías parisinas' y señala como preocupación dominante en el grupo la de 'situar correctamente su 'actividad'. Tenía razón. Aquellos nueve, o su mayoría, hacían frentismo, tratando de alistarse en la bandera de la disolución del asfixiante legado de sus predecesores; la carga de injusticia poética era inevitable.

Hoy la literatura se vive en un armisticio, del que de vez en cuando salen francotiradores. De las viejas batallas quedan algunos libros mejor o peor cicatrizados, traidores a la causa, caídos en el campo del honor. Y supervivientes que siguen en lo suyo. Escribiendo para ser leídos, no para ser leyenda.

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