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Columna
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La vigencia del pasado

El nuevo libro de Antonio Muñoz Molina se llama Sefarad y su autor lo califica de 'novela de novelas'. En realidad es mucho más que eso, es un tratado literario sobre la memoria, sobre el viaje por el espacio, el tiempo y las emociones y también sobre las ausencias que marcan la vida de los hombres y los pueblos. Pero es además un libro de gran actualidad política. Estaba este libro posiblemente en imprenta cuando en Viena se celebraba una conferencia internacional bajo el título 'La memoria del siglo' organizada por el Instituto Vienés para las Ciencias del Hombre -coincidirán con que es un bonito nombre- para estudiar un fenómeno culturalmente fascinante y de incalculable calado político como es la vigencia que han adquirido en una década precisamente la memoria, el pasado y las ausencias -las guías que transitan y unen 'las novelas' en la novela de Muñoz Molina- en la vida política y el debate social.

Recordaba en Viena el historiador y ensayista Timothy Garton Ash que, desde la antigüedad hasta 1945, la política se había basado siempre en el principio de gestionar el presente y proyectar para el futuro olvidando el pasado. Winston Churchill, tan insigne político como historiador, habló tras la Segunda Guerra Mundial del 'bendito acto del olvido'. Después de 1945 y pasados los juicios de Núremberg, incluso el propio Holocausto cayó en el semiolvido hasta los años setenta. Y después fue la Alemania hitleriana el único capítulo de la historia sometido a escrutinio, búsqueda de culpables y recuerdo de las víctimas. Las razones de que así fuera son muchas y van desde la complicidad de tantos intelectuales con el estalinismo y sus sucesores a los sinceros esfuerzos de muchos políticos en muchos países de no dejar que el pasado, por cruel que fuera, dinamitara un esperanzador presente y el futuro. Aun a costa de la memoria y la justicia. España, su transición, es en esto un caso paradigmático.

Pero en la última década, la irrupción de la memoria en la vida política ha sido espectacular, ha cambiado radicalmente la percepción de élites y opinión pública sobre la vigencia del pasado en la creación de nuevas realidades sociales e institucionales deseables. Según Garton Ash, hay en este momento en torno a los 2.400 'procesos de superación del pasado' abiertos en todo el mundo. Van desde el caso Pinochet al papel de Indonesia en Timor, de la compensación a trabajadores forzosos o la implicación de la IBM en la Alemania nazi, de la barbarie china en Tibet al papel de más de un miembro de la nueva administración norteamericana en la represión en Centroamérica. Surgen por doquier comisiones de la verdad histórica como la habida en Suráfrica. Muchos de estos casos tienen un peso político potencial altísimo y actual.

La mirada limpia hacia el pasado propio, de pueblos e individuos, es siempre sana. Para convencerse de ello sólo hay que ver los efectos emponzoñantes y envilecidores de las historias pervertidas y reinventadas, de los victimismos falsarios, biografías fraudulentas y de los mitos del pasado que buscan justificar crímenes del presente. Pero ni la rentabilidad política de mirar al pasado ni una buena voluntad para hacerlo garantiza dicha mirada limpia. La historia se escapa de los dominios antes exclusivos de los historiadores y forma ya parte de los instrumentos más eficaces de políticos, abogados especializados en captar compensaciones para después expoliar a sus clientes, demagogos, bramanes, jueces y periodistas. Que sea para la agitación interesada o a favor de la decencia en aras de la justicia depende de quien haga uso del mismo. Y seguramente no en todos los casos que enumeraba Garton Ash en Viena son los móviles más limpios los que hacen vigente el pasado.

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