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Columna
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Patria sin hijos

Los datos adquieren aspecto lapidario: dentro de cincuenta años España será el país más decrépito del mundo y Euskadi, a mayor abundamiento, la autonomía más decrépita de todas. No hay construcción nacional que valga (ni constitucionalismo a la gaviota) ante semejante ausencia de patrios herederos del invento.

No es la primera vez que tan apabullante estadística asoma en las páginas de prensa, pero el hecho tampoco genera mayores controversias. De vez en cuando, las instituciones públicas (éstas, ésas o aquéllas) presentan 'planes de choque' contra la baja natalidad, planes que contienen medidas revolucionarias, como descuentos del 5% en la compra de lápices y sacapuntas a partir del sexto hijo, o aumento de superficie de los fotomatones al objeto de que quepan en ellos las familias numerosas.

Las medidas de fomento de la natalidad siempre parecen de chichinabo, como si al final nadie se tomara en serio el asunto. Habría que referirse a cosas muy importantes: las eternas dificultades de las mujeres en el entorno laboral, la menguante superficie de las viviendas modernas (por no hablar de su precio) o la concepción general de nuestro sistema, donde el mantenimiento de los ancianos, mal que bien, sí se halla socializado, mientras que la crianza de los niños recae exclusivamente sobre sus progenitores.

En un país donde las dos desgravaciones fiscales más notables son la compra de primera vivienda y el engorde de los planes de pensiones, los poderes públicos nunca han mostrado una mínima sensibilidad hacia lo que supone sostener una familia. Quizás siempre han pensado que todo padre y madre tiene bastante recompensa con los berridos del pequeño, y no aprecian en la abnegada operación de traer hijos al mundo ninguna clase de aportación social. Los poderes públicos, a veces, se comportan como auténticos idiotas.

No hay heroico empresario (se ha generado una patética leyenda en torno a semejante heroísmo) que creando puestos de trabajo se acerque ni de lejos al verdadero heroísmo familiar, ése que garantiza la perpetuación de nuestra especie, de nuestra patria, de nuestra empresa o incluso de nuestro partido político.

Un conservadurismo rancio siempre alude al hedonismo de la sociedad actual, al egoísmo intrínseco de nuestras costumbres, algo que nos impide asumir la responsabilidad de concebir y criar hijos a mansalva. Es posible que haya algo de cierto en ello, pero sin duda no se trata de la causa mayor. Muy probablemente hay razones aún más consistentes para la falta de afición que le hemos cogido a la procreación: a ver quién se anima a mantener cuatro pequeños cuando no hay un contrato fijo en casa. Porque a menudo no hay nóminas seguras, pero un hijo es para siempre. Ese sí que es un contrato fijo.

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Tener hijos transforma la vida en una cuesta de enero que dura de media treinta años. Y los hijos dan mucha felicidad, una felicidad impagable (al menos cuando aún son pequeños y no se dedican a asaltar la libreta de ahorros familiar, ni a expropiar el coche de la familia, ni a invadir el salón de tu casa con amiguitos de once años o maromos de veintitrés), pero de felicidad tampoco vive nadie. Como sentenció hace un poco un escritor: 'El dinero no da la felicidad, es cierto, pero la felicidad tampoco da dinero'.

Mientras los progenitores vean la vida como una letanía de apreturas y los boyantes profesionales sin hijos conciban la vida como un chollo, que nadie espere patrióticos comportamientos de la gente. Porque quizás las personas somos muy egoístas, pero las instituciones públicas trabajan, entre otras cosas, para hacernos mejores; nos hacen mejores a la fuerza, como mejores somos sosteniendo a los ancianos a cuenta de que la autoridad nos arrebate parte de nuestro salario en su favor. El día en que mis vecinos sin hijos coadyuven al mantenimiento de mi familia como yo coadyuvo a sus futuras pensiones pensaré muy seriamente formar en casa, al menos, un equipo de baloncesto.

Que conste: ahora voy a ponerle el pijama a alguien que aún no sabe hacerlo.

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