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Columna
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El mal inglés

Para la agricultura británica, los años noventa no han sido rutilantes. El crecimiento acumulado en los últimos 10 años en el sector agrícola apenas ha superado el 1% y el peso relativo de la agricultura se ha reducido hasta un 1,3% del PIB total y un mero 2% del empleo de la economía. Desde 1995, el estancamiento del sector primario de la economía británica es completo como consecuencia de la sucesión de shocks tan aparatosos como los efectos de la, por otra parte tibia, reforma de la Política Agrícola Común (PAC) de 1993, la crisis de las vacas locas de 1998, la apreciación de la libra frente al euro y, más recientemente, la fiebre aftosa. Todo ello ha llevado a que se estime que los ingresos agrícolas medios sean hoy la mitad de los que se registraban en los primeros años noventa. No hay ningún otro sector de la economía británica que pueda presentar un balance tan catastrófico como el de la agricultura.

Desafortunadamente, todo parece indicar que el mal inglés no va a ser una experiencia distintivamente británica. Otros países de la Unión Europea parecen firmemente encaminados a reproducir lo ocurrido en Inglaterra en los últimos años. La justificada alarma creada en Europa por los más recientes problemas sanitarios y el consiguiente cambio de patrones de consumo que, al parecer, se está produciendo, y las demandas de los empresarios agrícolas europeos de medidas compensatorias que palien los efectos redistributivos de la sucesión de problemas en el sector son claras señales de hacia dónde nos dirigimos.

Resulta realmente extraordinario que en el fragor de este debate se estén perdiendo de vista tres cuestiones que seguramente son relevantes para una buena comprensión del problema. En primer lugar, que según datos de la OCDE, la existencia en Europa de una Política Agrícola Común supone que los consumidores y contribuyentes europeos subvencionemos el sector agrícola europeo con transferencias que equivalen al 39% del valor de la producción.

En segundo lugar, que los mayores beneficiarios de esas subvenciones no son los productores medios o pequeños, sino las grandes explotaciones que capturan el 68% del total de los subsidios, un dato que permite adivinar que existen políticas alternativas más eficientes para lograr el sostenimiento de rentas que a menudo se proclaman como objetivo social de la política agrícola común. Y, en tercer lugar, que todo ese juego de subvenciones y medidas proteccionistas distorsionan escandalosamente el comercio y los precios internacionales de los productos agrícolas, con consecuencias muy negativas para los países emergentes, especialmente latinoamericanos.

Recordar hoy que la seguridad de abastecimiento era uno de los objetivos de la primera PAC sería muy cruel. Quizás tanto como olvidar que la combinación de una mayor libertad comercial, menores subsidios, mayores controles sanitarios y más potentes políticas de apoyo a los hogares agrícolas nos haría que todos -contribuyentes, consumidores y productores de los países con ventajas comparativas- fuéramos más prósperos. El único problema es que también ésta es una reforma paretiana: alguien tendría que empeorar. Y eso políticamente es costoso.

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