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Tribuna:DEBATE
Tribuna
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Nuevos peligros, viejos temores

Fernando Vallespín

De cuando en cuando nos vemos sacudidos por acontecimientos que nos recuerdan que nuestra seguridad pende de un hilo. Es el caso de los accidentes, sobre todo si son aéreos, o cuando, como con las vacas locas, se pone en cuestión algo tan primario y cotidiano como nuestra propia dieta tradicional. Todos estos hechos nos recuerdan que vivir en una sociedad tecnológicamente desarrollada está vinculado a riesgos más o menos fatales. No es posible una vida normal en este tipo de sociedad sin exponernos continuamente a algún tipo de imponderables -no se puede viajar, por ejemplo, sin valerse del avión o el automóvil; ni alimentarse fuera de las redes de la industria alimenticia-. Pero lo más grave de esta situación es que todos estos riesgos, asociados al desarrollo tecnológico, eluden crecientemente el control de las instituciones protectoras de las sociedades industriales avanzadas; que nuestra creciente dependencia de la tecnología no se ha visto acompañada de una correlativa capacidad de 'gestión de riesgos'. En esto consiste, en esencia, el diagnóstico básico sobre la 'sociedad del riesgo', que tiene su origen en un sugerente libro del sociólogo alemán Ulrich Beck (1986) y está dando lugar a gran número de investigaciones interdisciplinares.

Los riesgos asociados al desarrollo tecnológico eluden el 'control' de las instituciones

Como se puede observar, este problema ha vuelto al centro de la atención pública como consecuencia de la crisis de las vacas locas y de su errática gestión. Antes ya lo estuvo tras Chernóbil o en medio de la epidemia del sida. Y se ha visto fortalecido por la explosión de oportunidades, pero también de peligros, que nos abren los nuevos avances en biotecnología derivados de nuestro mayor conocimiento del genoma humano. La preocupación que se percibe, en el fondo, es que los inmensos desarrollos científicos no encuentren un adecuado cauce en su aplicación a la vida social; que existe algo así como un punto de roce entre ciencia y tecnología, por un lado, y organización de la vida social, por otro, que se escapa a nuestro control. Y el problema no deriva sólo de la existencia de riesgos, algo inevitable dadas las contingencias de la vida humana, sino de su percepción relativa. En principio, todos asumimos los peligros derivados de, digamos, conducir, viajar en avión o incluso fumar, pero ya nos cuesta más reconocer que actividades como comer, respirar o vivir en una determinada zona geográfica puede estar vinculado a riesgos más o menos graves. Entre otras razones, porque los primeros parecen más previsibles, es más fácil establecer las conexiones causales, o, sobre todo, evaluar su impacto relativo, mientras que los segundos se asocian a fenómenos que parecen escaparse a la voluntad y comprensión humanas. E inevitablemente tenemos que suscitar la cuestión relativa a si los costes derivados de la aplicación de una determinada tecnología no superan a los beneficios que aporta.

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En las sociedades tradicionales, la mayoría de los peligros para los seres humanos derivaban de fenómenos naturales tales como inundaciones, enfermedades, hambrunas, etcétera, o bien de la agresión de los propios congéneres o la guerra. No es de extrañar así que, en la línea de Hobbes, la naturaleza humana siempre fuera asociada al miedo. Y, como previera este mismo autor, la mejor forma de atemperarlo consistió, por una parte, en la creación del Estado, encargado de defendernos frente a las contingencias provocadas por los hombres, y por otra, en el desarrollo de la ciencia, dirigida al control de la naturaleza. En la sociedad industrial se manifestará enseguida el resultado de esa doble estrategia de control de nuestras condiciones de vida, que confluirá en cotas de progreso cada vez mayores; o, cuando menos, en una situación en la que los beneficios excedían a los costes. El paso a esta 'segunda modernidad' (Beck) en la que ahora vivimos va a significar, sin embargo, la puesta en cuestión de estas dos estrategias: los casi insoportables niveles de degradación medioambiental están poniendo en cuestión el modelo de desarrollo, apoyado sobre la explotación industrial de la naturaleza. Y la política, apoyada sobre un Estado de bienestar en crisis, parece incapaz de saciar la ansiedad generada por los nuevos peligros y la menesterosidad derivada de las nuevas condiciones de la sociedad mundial.

Como puede observarse, este diagnóstico se apoya en una cierta mentalidad catastrofista o, cuando menos, de búsqueda de 'riesgo cero', que no creo que esté al alcance de ninguna sociedad humana. Pero no deja de ser interesante el cuestionamiento que hace de nuestra supuestamente ilimitada capacidad prometeica y de la necesidad de repensar las bases sobre las que hemos edificado esta sociedad tecnológica. Y, sobre todo, su denuncia de ese creciente divorcio entre discurso científico y gobernación de la sociedad, que obliga a emprender una más íntima e intensa colaboración y comunicación entre gobernantes, científicos y ciudadanos. En el fondo late la más amplia cuestión relativa al tipo de sociedad en el que deseamos vivir.

Fernando Vallespín es catedrático de Ciencia Política de la UAM.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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