EE UU y la nueva carrera armamentística
Diez años después de acabada la guerra fría, sigue sin descubrirse enemigo a la vista. En tan envidiable situación, los Estados Unidos no sólo pretenden mantener la actual superioridad militar, a enorme distancia de cualquier otra potencia, sino que aspiran, haciéndose inexpugnables, a perpetuarla indefinidamente. Imaginemos que fuera posible que dentro de unos años consiguieran una protección segura contra los cohetes del exterior, vengan de donde vinieren, mientras que el resto del mundo continuase a merced de los suyos. Por muy alta que sea la opinión que tengamos de EE UU, pone los pelos de punta hacerse cargo de una eventualidad semejante: un poder que no quede contrarrestado por otro es uno absoluto.
Thomas Hobbes basa la igualdad natural de los seres humanos en el hecho de que 'aun el más débil tiene fuerza suficiente para matar al más fuerte, ya sea por maquinación secreta o por federación con otros'. Somos iguales los humanos porque todos podemos morir de muerte violenta. Si hubiese uno tan fuerte, inteligente y capaz que no pudiera ser asesinado por la acción conjunta de todos los demás, esa persona invencible dominaría el mundo. Si en la naturaleza, por suerte, este superhombre no existe, no nos queda otro remedio que ser razonables y buscar un camino de concordia. Surge el derecho porque todos somos vulnerables.
La coexistencia pacífica, basada en la disuasión por el terror, ha confirmado la presunción hobbesiana. El que las armas atómicas hubieran alcanzado tal capacidad de destrucción crearon las condiciones para una paz, todo lo caliente que se quiera, pero que al fin evitó una conflagración que habría destruido el planeta. Llegamos a pensar incluso que estábamos cerca del fin de las guerras, al que habríamos arribado, no por el camino real descrito por Kant en La paz perpetua -el triunfo del derecho en las relaciones entre Estados, que previamente están organizados democráticamente-, sino por la capacidad de destrucción conseguida, que no permitía ya distinguir entre vencedores y vencidos. Asegurarse un escudo antimisiles supone volver a la etapa en que uno pudiera ser imbatible y, por tanto, el vencedor cierto, incluso antes de dar la batalla.
Una protección al ciento por ciento de los ataques exteriores probablemente sea la quimera en la que han soñado todos los imperios, pero algunos han estado muy cerca de conseguirla: China, con su muralla; Roma, con sus legiones. Estados Unidos, en el cenit de su poder militar, aspira a ser inexpugnable, lo que, si lo lograra, le otorgaría un poder omnímodo que hace temblar a enemigos, amigos y aliados. Por muchas que sean las incertidumbres técnicas sobre su realización y mayúsculo el desafío que supone para los demás pueblos, no tengo la menor duda de que lo llevarán adelante. Y ello, porque los gastos militares son el motor del desarrollo tecnológico y del crecimiento económico. Sin una industria armamentística altamente sofisticada, se desplomaría la economía. Sin enemigo a la vista sigue imponiéndose la misma dinámica, lo que deja claro que la confrontación en la guerra fría resultó más de la necesidad de mantener un gasto militar creciente que de intereses opuestos o de ideologías incompatibles. La Unión Soviética, aliada en la Segunda Guerra Mundial, se convierte en enemiga irreconciliable cuando adquiere la bomba atómica, arrebatando a EE UU el monopolio nuclear.
EE UU están iniciando una nueva carrera armamentística, sin saber todavía quiénes son los enemigos -los que denuncia como tales, los llamados Estados 'canallas', Libia, Irak, Corea del Norte, resultan ridículos-, pero ya irán apareciendo. Avancemos los proyectos carísimos de autodefensa que, o bien ya surgirá el enemigo que los justifique, o bien nos encontraremos con el dominio del mundo. Mientras tanto, contribuiremos de manera decisiva al desarrollo tecnológico y al crecimiento económico de nuestro país. Es difícil escapar a esta lógica de dominación: los EE UU se pondrán a construir el escudo antimisiles con todas sus gravísimas consecuencias.
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