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Inmigración y responsabilidades

Se cumplen hoy 10 días desde las infaustas e indefendibles manifestaciones de Marta Ferrusola a propósito de la inmigración. En este lapso de tiempo, caricaturas y textos periodísticos han equiparado a la esposa del presidente de la Generalitat con un 'cabeza rapada' y con la cónyuge de Adolf Hitler, la han comparado con Jörg Haider, con Sabino Arana y con Jean Marie Le Pen. Sobre todo, un nutrido pelotón de articulistas, columnistas y editorialistas han cogido la ocasión al vuelo para cargar contra la ideología y/o la comunidad a la que doña Marta supuestamente representa -'al parecer, los nacionalistas tienen cierta bula para emitir comentarios xenófobos', 'bien se ve que la señora es catalana por los cuatro costados...'-, han aprovechado la espléndida oportunidad para seguir demonizando las 'teorías de nacionalismo aldeano, excluyente y miserable', ese 'nacionalismo cerril casi equiparable a la desdicha del País Vasco'.

Bien, ella se lo buscó, y además todo el mundo tiene derecho a aliviar esa particular vesícula donde se almacenan las fobias, los miedos y las obsesiones de cada uno; si la señora de Pujol lo hizo in voce en Girona, muchos otros lo han hecho por escrito y a expensas de aquel brutal rapto de franqueza. No, lo que me preocupa del episodio no es la eventual desmesura de algunas de las reacciones que ha suscitado, sino el riesgo de que Marta Ferrusola, o Convergència, o el nacionalismo en general, se conviertan en el cómodo chivo expiatorio de un problema que nos interpela, que nos concierne, que nos desafía absolutamente a todos.

¡Qué gran solución para tranquilizar las conciencias y cerrar los ojos a la realidad si, a partir de ahora, cierta entrañable prensa editada en la corte decidiese que la xenofobia es cosa de esos catalanes que, ya se sabe, son tan suyos...! ¡Qué estupendo apaño si, en adelante, instituciones y partidos catalanes sentenciasen que las actitudes hostiles o recelosas hacia los inmigrantes son un rasgo privativo de esos convergentes que, ya se sabe, andan siempre obsesionados con la preservación de su pequeña identidad!

Sí, sería muy reconfortante, porque siempre lo es transferir a otros las propias fragilidades, pero constituiría un enorme y peligroso autoengaño. Porque ni El Ejido ni Mancha Real están, que se sepa, en Cataluña. Y no parece que el barrio tarrasense de Ca n'Anglada sea un baluarte sociológico ni electoral convergente. Y el promotor de la lepenista Plataforma Vigatana no procede precisamente del nacionalismo catalán, sino de Fuerza Nueva. Y nada permite deducir del espléndido reportaje dominical de Empar Moliner En Barcelona, con chilaba, que todas o la mayoría de las personas que la menospreciaron o la engañaron, que trataron de explotarla o de abusar de ella mientras la creían una inmigrante turca fuesen recalcitrantes ceballuts, admiradores embelesados de la esposa de Jordi Pujol.

Lo que quiero decir es que si nos proponemos combatir los prejuicios, los combatamos todos: no hay ninguna adscripción identitaria, no existe ninguna ideología democráticamente asumida que predisponga ni que inmunice ante los reflejos xenófobos en un territorio sujeto a fuerte impacto inmigratorio. Y quien crea que las ideologías universalistas y de izquierdas son en esto superiores no tiene más que ver el reciente escándalo provocado por un diputado socialista en el Parlamento andaluz, o recordar los cientos de miles de votantes comunistas que transfirieron su confianza a Le Pen en la Francia del último veintenario.

Con respecto a un fenómeno tan vasto, complejo y nuevo como el de la inmigración magrebí, subsahariana o asiática que empieza a hacerse presente entre nosotros, existe un riesgo nada desdeñable, y es el del buenismo, el de creer que los buenos sentimientos y los hermosos principios bastan. Naturalmente que, ante las imágenes de hacinamiento y desamparo procedentes de las colas ante la oficina de extranjería o de los encierros parroquiales, habría que ser muy bruto para no sentir compasión y simpatía, y es fácil, además de loable, mostrarse solidario con una firma, un donativo o una bolsa de comida. Ahora bien, ¿qué sucederá si mañana unos inmigrantes de los hasta ahora encerrados alquilan el piso de al lado, y más tarde otros hacen lo propio con el de arriba, y poco a poco van impregnando la finca entera, la calle, el barrio con sus formas de vida, sus olores y sus sonidos? ¿Subsistirán entonces la solidaridad y la simpatía o el nacional -que se considere catalán o español será lo de menos- reaccionará con el miedo y el complejo de invadido ue son la base de cualquier racismo? Esta va a ser la clave del futuro, y no la suerte de las iglesias románicas.

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Por estrictas razones de mercado inmobiliario, ese inevitable y decisivo test sobre si es posible o no en nuestro país la convivencia positiva de costumbres muy distintas, de lenguas y religiones dispares, no se realizará principalmente en el Eixample ni en Sarrià-Sant Gervasi, en Ripoll ni en Montblanc -en zonas de hegemonía convergente-, sino más bien en Ciutat Vella, en Santa Coloma de Gramenet o en Terrassa. Así, pues, bien está que los partidos de izquierda hayan criticado con dureza a Ferrusola, pero ¿se preocupan al mismo tiempo de preparar a sus militantes y electores para el inminente reto? ¿Saben que (según datos del politólogo Pascal Perrineau) en 1996 el 30% de los obreros franceses confesaba votar al Front National, por sólo el 8% al PCF? Más allá de la consabida desautorización, ¿piensa Esquerra reflexionar en serio sobre las declaraciones de su ex líder Heribert Barrera? ¿Persistirán los cantos librescos a la diversidad, esas invocaciones beatas al multiculturalismo que tanto embellecen un discurso o un artículo, o bien algún dirigente progresista admitirá por fin que, además de grandes beneficios, la inmigración supone también enormes desafíos y que, por tanto, es preciso reglarla, ponerle democráticamente cauces, límites y condiciones?

Si los exabruptos gerundenses de Ferrusola diesen pretexto para debatir con rigor sobre algunas de estas cuestiones, entonces casi cabría darlos por bien empleados. Si, por el contrario, sirven de cortina de humo para enmascararlas, en ese caso el desastre habrá sido doble.

Joan B. Culla es profesor de Historia contemporánea en la UAB.

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