El bigote o la vida
Existen unas palabras conocidas con el nombre de 'falsos amigos'. Son palabras que producen confusión porque la similitud de su grafía o de su pronunciación enmascara significados diferentes. Por ejemplo: la palabra polvo en castellano tiene un significado distinto que la misma palabra en portugués. Lo que en España denominamos polvo, en portugués es pó, o poeira; la palabra polvo, en portugués, significa pulpo. Estos 'falsos amigos' -que pueden encontrarse en el mismo idioma o entre idiomas diferentes- crean dificultades de interpretación que a menudo se resuelven de manera jocosa.
Las palabras son muy suyas. Tienen su significado y no aceptan así como así que se lo cambien o lo tergiversen. Antiguamente se decía que nombrar era apropiarse del objeto nombrado; cuando yo digo árbol, ese objeto de ancho tronco leñoso y ramas cubiertas de hojas pasa a pertenecer a mi mundo y así puedo compartirlo con quienes relizan la misma operación que yo. Al nombrar al árbol me apropio de él y lo codifico, y todos los que utilizamos el código -el lenguaje- sabemos a qué nos referimos comúnmente y hablamos con propiedad. Pero un árbol es un árbol y no otra cosa, aunque admita variedad de especies. Las palabras que fijan un significado se mantienen ternes en él.
Donde comienza el juego del sentido es en la frase, es decir, en la hilación de palabras que tienden a expresar una intención. Ahí las palabras pueden volverse ambiguas de resultas de la intención con que se las utiliza; en este caso estamos hablando del valor contextual de la frase, que nos permite, entre otras cosas, definir el significado preciso de palabras iguales o semejantes. Por ejemplo: canto vale tanto para canción como para borde (el canto gregoriano, el canto de un duro).
Pero en el momento en que introduzcamos la palabra en una frase que quiere decir algo determinado, por el sentido de la frase alcanza su significado sin lugar a dudas. Y si hay dudas, estamos en esa fase en la que la ambigüedad deliberada es la que propicia un doble sentido para lograr el efecto de sugerencia o vaguedad perseguido.
En fin, que el juego de las palabras es un juego que va desde la precisión más inmediatamente utilitaria ('pásame la sal, por favor') hasta la sugerencia más expresiva ('y él murmuró, con una sonrisa: estoy desesperado'). Con las palabras, además, se puede mentir, engañar, calumniar, injuriar... Las palabras no pueden rebelarse contra el uso que se hace de ellas por malsano que éste sea; las palabras no tienen en sí mismas convicciones éticas o morales. Y, sin embargo, hay muchas ocasiones en que las palabras, usadas para encubrir, distraer u ocultar, parecen rebelarse contra el destino que se les marca y, como en los actos fallidos, muestran una evidencia contraria al sentido que les quería dar quien las pronuncia. Naturalmente, no se trata de una decisión de las palabras alzadas en armas, sino de un fallo de estrategia de quien las emite.
Por ejemplo: un diputado del Partido Nacionalista Vasco, el señor Rubalkaba, afirmó recientemente en el Parlamento Vasco que los nacionalistas 'se estaban jugando el bigote' en la actual situación de crisis de Euskadi. Esta afirmación fue contestada desde los bancos de la oposición; parece que incluso le llamaron sinvergüenza.
Quizá nadie advirtió que el señor Rubalkaba había hablado con extraordinaria precisión, aunque su intención no fuera ésa. Jugarse el bigote es un modo de hablar en el mundo de las apuestas, y él apuesta por un soberanismo en el cual lo más que se juega es el bigote. Quiso decir otra cosa, pero dijo eso. Y todo quedó claro, contra su voluntad: los vascos nacionalistas se juegan el bigote; los vascos no nacionalistas se juegan la vida. Ésa es la pequeña diferencia. Gracias por sus palabras, señor Rubalkaba. Todo sería más claro si siempre se hablara de esta manera.
Babelia
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