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Columna
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Reválida

A la derecha siempre le han fascinado las palabras de la izquierda y a la mínima oportunidad se apodera de ellas. Mi abuela no se cree que los hijos de quienes se sublevaron contra el Frente Popular en el 36 hayan llamado también así, Popular, al partido que fundaron cincuenta años después. Como esas tribus de la Amazonia, cuyos miembros se visten con las ropas de los exploradores europeos después de merendárselos, el presidente Aznar salió el otro día en la tele disfrazado de Azaña, haciendo como si tuviera preferencias literarias y no serios problemas con la sintaxis. Cualquier día lo vemos abandonar el centro reformista y declararse socialista libertario con el mismo desparpajo que Rodríguez Zapatero.

La izquierda, por el contrario, aunque últimamente le está robando las nociones teóricas a los viejos anarquistas de principios de siglo, siempre ha sentido rechazo ante las palabras de la derecha, y no ha querido nunca adueñarse de ellas. Una amiga mía, que acaba de quedarse embarazada con treinta y cinco años, piensa que España tiene un índice tan bajo de natalidad porque los socialistas no quisieron o no supieron apoderarse de la palabra familia, que en las campañas electorales de entonces estaba mucho en boca de Fraga, y siempre ha sido patrimonio de la derecha.

A los socialistas que estuvieron en el poder las políticas de ayuda a la familia o las medidas para incentivar la natalidad les debieron de recordar siempre al antiguo régimen y no las convirtieron nunca en una prioridad de sus gobiernos. Por un prejuicio léxico, dice mi amiga, aquí no tuvo un hijo ni dios.

Me temo que algo semejante va a suceder con la palabra reválida ahora que el Ministerio de Educación quiere recuperar aquel viejo examen que culminaba el bachillerato. La consejera de Educación de la Junta de Andalucía, Cándida Martínez, la oposición de izquierdas en general y los sindicatos ya se han opuesto a ella porque la consideran un retroceso del sistema educativo. Ojalá lo fuera, no lo vería yo con malos ojos, porque desde la Segunda República la instrucción de los alumnos españoles no ha hecho sino disminuir en datos y empeorar en calidad con cada reforma educativa. Quiero pensar que la reacción adversa de las llamadas fuerzas progresistas responde simplemente al rechazo de una palabra emblemática del tenebroso sistema educativo franquista. Despojada de adherencias ideológicas, despojada incluso de su propio nombre, la reválida se queda en una mera evaluación de los conocimientos del alumno al final del bachillerato, en una prueba que garantizaría, al contrario de lo que piensa nuestra consejera, la igualdad en la instrucción de los alumnos. Una reválida única para toda España, además de irritar a los consejeros de educación de todas las autonomías, limitaría el paso, hoy indiscriminado, a la universidad; y aunque es cierto que también convendría restringir la entrada de ciertos profesores, eso no quita que la idea, falsamente democrática, de que la enseñanza superior es un bien de acceso universal haya sido nefasta para la universidad y haya convertido los estudios universitarios en una prolongación enfermiza de la enseñanza secundaria.

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