Vacas locas, hombres ignorantes
Las instituciones son como nuestra piel: sólo notamos que existen cuando se irritan o desgarran al contacto de un cuerpo extraño. Tal ha sucedido, y seguirá sucediendo durante un tiempo, con motivo de las vacas locas. Ni los Gobiernos, ni las administraciones, ni los consumidores estaban preparados para hacer frente a una epidemia de características peculiarísimas y silueta penumbrosa. De resultas, se han disparado cien tiros al aire por cada uno que daba en la diana. Trazaré, sumarísimamente, el perfil general de los hechos, para ir luego a consideraciones más personales. En 1988 se determina en Gran Bretaña una conexión entre la EEB en las vacas y la ingestión de piensos que contienen carne reciclada de oveja. Una variedad de encefalopatía espongiforme, conocida aquí como 'tembladera', era endémica en el ganado lanar británico; la gran, trágica novedad, es que el prión letal ha saltado la barrera entre las especies y penetrado en la cabaña vacuna. La Administración prohíbe los piensos en Gran Bretaña, aunque no su exportación. El Parlamento, por cierto, da luz verde a esta decisión lamentable. Se extiende la mancha de aceite, y la Comisión Europea decide, en 1990, seguir una política de cencerros tapados. Existen enormes intereses por medio, y se piensa que el consumo de carne infectada no es peligroso para el hombre. Los ingleses, y no sólo los ingleses, han estado ingiriendo durante siglos ovejas enfermas, y hasta la fecha nunca le había sucedido nada a nadie. El resto, ya se sabe. El prión que se ha infiltrado en el cerebro de la vaca se ha infiltrado también en nuestro cerebro, y los Gobiernos han transitado desde el sigilo oligárquico hasta el desconcierto absoluto. Tan pronto llaman a la calma como insinúan campañas magnas para finiquitar a todas las reses que hayan podido codearse con la proteína mutante.
¿Cómo interpretar esta sucesión de carambolas? Los aficionados al género negro han elaborado ya una teoría cerrada en torno a lo ocurrido. Hubo una colusión culpable entre el dinero gordo y la política, y de aquellos polvos vienen estos lodos. La teoría, sin embargo, no me convence. El dinero gordo y los políticos son racionales, y no parece probable que se expusieran de modo deliberado a un desastre de la envergadura del que a la sazón nos aflige. Yo me inclino más... por otra tesis: la tesis de la ignorancia. Para tomarle a ésta su auténtica medida recomiendo la lectura de un artículo publicado en Nature el pasado verano (volumen 406, 10 de agosto del 2000). Sus autores -Azra C. Ghani, Neil M. Ferguson, Christl A. Donnelly y Roy M. Anderson- especulan en él sobre el número de gente que en Gran Bretaña podría morir por la ingestión de carne infectada. Y el abanico que manejan dibuja un ángulo obtuso: en el mejor de los casos, algo menos de cien, y en el peor, cientos de miles. ¿A qué se debe este desnivel fabuloso?
En esencia, a que se desconoce el periodo de incubación de la enfermedad. Si éste fuera corto, el descenso de muertes en el 99 (14 frente a 18 en el año anterior) señalaría un receso de la epidemia y el cómputo fúnebre tendería a adquirir proporciones modestas. Tal es la hipótesis por la que abrumadoramente se sienten tentados los expertos. Ahora bien, el periodo de incubación podría ser largo. Podría durar tanto, por ejemplo, como la vida media de un hombre. En este caso, la inflexión a la baja habría de leerse en una clave distinta, y no sería prudente descartar futuribles catastróficos. A esta incertidumbre abismal conviene añadir la dificultad enorme de reunir información sistemática. Si la enfermedad estuviera causada por un virus podrían realizarse pruebas en vivo. Se tomaría una muestra pequeña del individuo -animal o humano- bajo sospecha y se aprovecharía el material genético del virus para obtener una masa útil de material analizable. Pero como el prión no es un virus, sino una proteína, y carece de material replicante es menester rebanar parte del cerebro del afectado o posible afectado en orden a investigar su estado de salud. Y lo último no se puede hacer sin causarle la muerte. Los tests post mortem se hallan sujetos también a incertidumbres varias. ¿Cuán avanzada ha de estar la enfermedad en la res para que el test dé positivo? ¿Es preciso que el periodo de incubación haya cubierto un 50% del tramo total? ¿O quizá un 75%? No se sabe todavía, y como no se sabe, las extrapolaciones epidemiológicas divergen unas de otras de modo espectacular. Los autores del artículo señalan que en su enumeración de futuribles han introducido cinco millones de combinaciones de parámetros. Así las cosas, es inhacedero comprometerse a predicciones concretas.
El efecto de este desconocimiento objetivo será la adopción de precauciones máximas, con costes altísimos. Imaginen a un director general de Tráfico al que ponen en el brete de garantizar que no habrá accidentes mortales en carretera. Un accidente puede verificarse por un fallo mecánico, o por el mal estado del piso, o porque el conductor ha sufrido una embolia, o porque es imprudente, o porque se ha distraído mirando el paisaje. Todo esto, y mucho más, puede ocasionar un accidente. A nosotros nos consta, experimentalmente, cuál es el peligro de conducir un coche, y por lo común, lo asumimos. Ahora bien, ¿lo asumiríamos si ignorásemos el riesgo real anejo a cada causa posible de accidente, o sólo estuviéramos en situación de adelantar conjeturas vagas? Pues, seguramente, no. Cundiría el pánico y se paralizaría el tránsito por carretera. Algo equivalente podría acontecer en lo que se refiere a la epidemia de las vacas locas. La presión ciudadana y el susto de los políticos pueden llevarnos a cualquier sitio. Y la adopción de decisiones resulta, de nuevo, muy complicada.
Paso ahora a discutir el reflejo de todo esto en la opinión. Se han suscitado puntos interesantes en los planos político y moral. Les mencionaré los tres que, a mi ver, son más notables. El primero... se refiere al afán de lucro como desencadenante del desastre. Se ha afirmado que el uso de piensos cárnicos, dispensados a las vacas con el propósito de mejorar su rendimiento, está en el origen de la epidemia. Y de ahí se ha procedido a la enésima condena de la economía de mercado.
El argumento... no se sostiene. Primero, porque no han sido los piensos cárnicos, sino los piensos cárnicos infectados, los responsables presuntos del mal. Y segundo, porque vuelve a hacerse evidente que no se comprende bien el papel enormemente positivo del afán de lucro, siempre que éste se halle contenido por la ley y el sentido común. Baste este recordatorio elemental: la ciencia no habría contribuido a mejorar nuestro nivel de vida a no ser por la existencia de quienes han intentado convertirla en algo inmediatamente útil. Y estos sujetos puente no han sido sólo científicos; muchas veces han sido personas que buscaban extraer de su mediación un beneficio. Disponemos de un contraejemplo elocuente en la Unión Soviética. La última generó ciencia excelente, al menos en física y matemáticas. Pero faltaban los mecanismos del mercado, que articulan la demanda con la oferta. En consecuencia, los soviéticos vivieron muy por debajo de su grado de desarrollo técnico. Bienvenidos sean, en fin, los avariciosos, si sirven para que todos prosperemos.
El segundo punto integra una inversión del primero. He oído vincular la epidemia al proteccionismo económico de la Unión Europea. Esto es parcialmente cierto. Si hubiéramos comprado la carne a los argentinos, cuyas vacas pacen hierba, no nos habríamos contaminado. Ahora bien, el argumento no demuestra lo que pretende demostrar: a saber, que el mercado garantiza, por definición, que todo marchará sobre ruedas.
Para apreciarlo es suficiente con sumar dos y dos. El mercado es eficiente cuando el propio consumidor se erige en el mejor juez de lo que le conviene. Pero cuando al consumidor le faltan elementos de juicio, la cosa cambia. Imaginemos una situación ideal -lo de 'ideal' suena a sarcasmo, lo admito- desde el punto de vista de la transparencia informativa: cuando usted ingiere se tiñe de verde clorofila vaca locae instantáneamente cae muerto al suelo. Transcurridos unos meses, el consumidor habrá rastreado las fuentes de carne infectada y castigado económicamente al productor peligroso. Al cabo, tras equis número de fallecimientos, el mercado habrá desalojado a los que expenden carne en malas condiciones.
Naturalmente, no estaríamos dispuestos a pagar semejante precio para sanear la oferta de carne. Pero el quid no es éste. El quid, aquí, reside en que no es fácil establecer conexiones causales entre lo que usted come y lo que le pasa luego. Ya que, a lo mejor, 'luego' significa 'cuarenta años'. Los consumidores no podemos calcular cuando nos lo fían tan largo. Clarísimamente, el testigo está en manos de los científicos y los responsables públicos, no del mercado.
El tercer punto es ecológico. Se ha propuesto un retorno a la agricultura y ganadería tradicionales, al alimento sano y sin presencia interpuesta de tecnologías peligrosas. La idea es, en parte, apresurada, y en parte, impracticable. Es apresurada en la medida en que la tecnología alimentaria está salvando muchas vidas. Y no sólo porque evita desnutriciones, sino porque produce salud. Con probabilidad enorme, el uso de conservantes, y la eliminación consiguiente del botulismo, ha impedido muchas más muertes de las que vaya a generar el vCJD. Tampoco valen las jeremiadas laterales contra la agricultura transgénica: la inserción de genes en el DNA de una especie distinta prolonga, en un plano nuevo, una tradición intervencionista por parte del hombre que se remonta al Neolítico. Las plantas, en su estado primigenio, no han sido por lo común inventadas para que usted se las coma sin ponerse malo. Condenar sin matices la tecnología alimentaria equivale, en fin, a vivir en el mundo imaginario de la señorita Pepys.
Aparte de esto, nos encontramos con que no hay alternativas. Los países muy, muy ricos se encuentran quizá en situación de alimentarse con productos obtenidos por procedimientos naturales. O, mejor dicho, en situación de alimentarse con productos importados de naciones en que la abundancia de suelo permite el cultivo de plantas por procedimientos naturales. Pero ¿qué me dicen del conjunto del planeta? Hacia el 2050, la población humana habrá alcanzado la cima de los nueve mil millones de habitantes. Los demógrafos confían en que se verifique a renglón seguido una descompresión poblacional. Los nueve mil millones, con todo, no nos los quita nadie. Y habrá que nutrirlos de alguna manera. La tecnología es el aliado insoslayable. Lo que no sea esto será escenificar las Bucólicas virgilianas al son del caramillo ecologista. Bonito, desde luego. Aunque asequible a pocos.
Álvaro Delgado-Gal es escritor.
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