Acción impropia
La norma que permite al Gobierno intervenir en las decisiones de las empresas públicas privatizadas, conocida como acción de oro, ha tenido consecuencias perversas para los mercados españoles. Así se puede comprobar en los casos en los que se ha aplicado de forma más o menos explícita -la prohibición impuesta a Telefónica para que no cerrase su operación con la holandesa KPN- y en aquellos en los que pendió como una amenaza latente sobre negociaciones conflictivas en marcha, como en el caso de Endesa y Repsol a propósito de Iberdrola, sin ir más lejos. Ha puesto en evidencia la naturaleza intervencionista de los Gobiernos de Aznar, pero en ningún caso ha servido para ordenar los mercados, evitar accionistas indeseables o favorecer operaciones de interés nacional.
La decisión de imponer una acción de oro a la compañía aérea Iberia desde el momento de su privatización es una sorpresa desagradable que no puede explicarse sino desde el empecinamiento del Gobierno en controlar empresas privatizadas sobre las que no le compete otra jurisdicción que la que marcan las leyes generales de la nación o de la Unión Europea. El argumento esgrimido por el vicepresidente Rato para autoconcederse cinco años de derecho a intervenir en la Iberia privatizada es que 'nosotros tenemos una ley nacional que nos ampara'. No deja de ser una tautología. Se entiende menos cuando se comprueba que la Comisión Europea se opone a la acción de oro y que tiene abiertos procedimientos de infracción contra varios Estados, entre ellos España. Una prudencia elemental aconsejaba abstenerse de imponer medidas restrictivas en el caso de Iberia; pero ya se ve que la avidez intervencionista es a veces más poderosa que cualquier apelación al sentido común.
Lo peor de la acción de oro es que confiere al Gobierno más poder del que realmente le concede la letra de la ley. No sólo cualquier ministro puede esgrimir su facultad para intervenir en cualquier momento, sino que ni siquiera es necesario que la intención sea explícita; basta con que exista la precaución de que puede utilizarse para que la gestión de las empresas opere bajo coacción. En mercados complejos es difícil encontrar razones que justifiquen tal palanca. Por eso la Comisión Europea tiene razón en cuestionarla, y por eso hace mal el Gobierno español en guardarse ases de ese tenor en la manga.
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