El genoma y la humanidad
Ya tenemos el mapa de lo que somos. Es el genoma humano, unos 30.000 genes que en su conjunto, y según la estructura del ADN, definen lo que somos biológicamente. La interacción con la vida y el medio ambiente define la personalidad y, por tanto, el ser individual. Pero la base biológica de la humanidad está, en sus prolegómenos, identificada. Yo soy un científico social, no de los otros. Por tanto, no le puedo explicar seriamente lo que esto significa. Pero sí le puedo indicar algunas implicaciones que pueden ser de su interés.
La primera consecuencia es sobre la propia biología -desde fuera de ella- y sobre la ciencia en general. Resulta que en lugar de los 100.000 genes que se suponía que teníamos, tenemos sólo en torno a los 30.000. Esto es, 300 genes más que los del ratón, poco más que los de la mosca, algo más que los del gusano y se supone que cuando identifiquemos el genoma de los monos estaremos parejos. Por consiguiente, nuestra diferencia (y probablemente la de todas las especies) no está en los genes, sino en la interacción entre los genes. En la complejidad de las redes de intercambio. ¿Me adivina? Hace un tiempo, Fritjof Capra, físico teórico y, en mi opinión, el teórico fundamental de la teoría de la complejidad, propuso la hipótesis de que (en mi traducción) la teoría genética actual era un camelo mecanicista. Los genes sólo funcionan cuando y como se relacionan con otros. Como nosotros en el fondo. Son las redes entre genes que, mediante su interacción biológica en el tiempo, han ido generando la vida mediante propiedades emergentes de la materia. Una vez comprobado que nuestro almacén genético es comparativamente pobre, o bien nos reducimos a gusanos o aceptamos la idea de que nuestra naturaleza biológica (y no sólo nuestra sociedad) depende de nuestra interacción interna, social y con nuestro medio ambiente. Lo cual cambia la biología, y en buena medida, la ciencia en general: pasamos (o, si quieren, aceleramos la transición) de lo elemental a lo relacional. En concreto: cómo vivimos determina lo que somos.
La segunda gran lección es cómo se ha llegado al mapa del genoma humano. Pero es una lección con sorpresas. La ciencia pública tomó la iniciativa. Un consorcio de cooperación científica internacional, liderado y financiado por instituciones de Estados Unidos y del Reino Unido, con participación de científicos y centros de investigación norteamericanos, europeos y japoneses, colaboraron en el programa Genoma Humano, iniciado en 1990. Pero a mediados de los noventa, científicos-empresarios de los que abundan en Estados Unidos entendieron la potencialidad comercial del proyecto, al mismo tiempo que identificaron su punto débil. La identificación de los genes que configuran nuestro cuerpo puede permitir identificar sus irregularidades; por tanto, sus enfermedades, y por tanto, su cura. Vender la vida es el mayor negocio posible, como saben las empresas de seguros médicos. Por otro lado, el proyecto público tenía los dos problemas típicos de cualquier empresa pública: la fragmentación burocrática, el corporativismo profesional. En este caso, el corporativismo quiere decir que los biólogos no entienden mucho de informática y no le dan mucha importancia. La empresa privada sabe que sin ordenadores nada funciona. Así surgió una alternativa privada al programa del Genoma Humano: la empresa Celera Genomics, dirigida por un científico, el doctor Craig Venter, que se propuso construir el mapa del genoma en paralelo y más rápidamente, utilizando capacidad masiva de cálculo informático con programas capaces de procesar rápidamente toda la información obtenida por la investigación biológica. El programa público del Genoma Humano tenía su fecha de conclusión en el 2003. Pero a principios del 2000 Celera anunció que lo tendría en el 2000. Pánico en el mundo científico. Qué podría pasar si una empresa privada pudiera patentar el genoma de nuestra especie o al menos parte de él? Una señora en Boston no esperó a la respuesta: fue a la oficina de patentes y se patentó a sí misma, por lo que pudiera pasar. El premio Nobel director del programa público, sir Francis Watson, el descubridor de la hélice del ADN, dio la orden de terminar el Genoma Humano inmediatamente, en el 2000. Fácil de decir, pero difícil de hacer. Porque se sabía mucho, pero ¿cómo hacerlo compatible y relacionable? Hete aquí que los biólogos de las universidades también acabaron descubriendo la importancia decisiva de la informática.
El principal investigador del programa público, el doctor Lander, del Instituto Whitehead, de Boston, llamó en diciembre 1999 al profesor David Haussler, del departamento de informática en la Universidad de California en Santa Cruz, para pedirle ayuda en integrar informáticamente la enorme cantidad de resultados de la investigación biológica. Haussler aceptó el desafío, obtuvo de la rectora de la universidad un crédito especial de 250.000 dólares para comprar 100 ordenadores y se puso al trabajo. No llegaba. La cantidad de información a integrar era tal y el tiempo tan escaso, que no parecía posible. Así las cosas, llamó a uno de sus mejores estudiantes doctorales, James Kent. A sus 41 años, Kent había decidido volver a estudiar tras 10 años en una empresa de informática multimedia. James Kent decidió intentarlo porque, como él dice, 'la oficina de patentes del Gobierno es muy irresponsable dejando patentar como inventos lo que son descubrimientos. Es algo que me perturba. Por tanto, decidimos hacer público el conjunto de genes tan pronto como fuera posible'. Lo hizo en un mes. Lo que el programa público con cientos de científicos en todo el mundo no pudo hacer; lo que la empresa privada con cientos de miles de dólares hizo en años, James Kent lo hizo en un mes. Empezó el 22 de mayo del 2000 y acabó el 22 de junio, escribiendo el GigAssembler para el Genoma Humano, con 10.000 lines de código. Ganó la carrera por tres días a Celera. Por el bien de la humanidad. Y lo publicó en Internet. Desde el 7 de julio, en que el programa browser diseñado por Kent se colgó en el web (USCS- University of California Santa Cruz), recibe unas 20.000 llamadas (hits) diarias.
O sea, que la accesibilidad de que podamos tener la información sobre quiénes somos dependió de que un profesor y un estudiante de informática decidieran que eso era mejor que hacerse millonarios con su información. Es cierto que Celera asegura que también publicará su información. Pero no toda y según cómo. Porque, en último término, y es normal, tiene que remunerar a sus inversores, que pusieron millones de dólares en el proyecto en espera de ganancia. Así pues, nuestra especie se autopreserva (o al menos preserva la información necesaria) por sus instintos de generosidad más que por los de competencia. No es un mal principio para nuestro conocimiento del genoma humano.
Manuel Castells es catedrático de la Universidad de California-Berkeley.
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