Genes
Según las ilustraciones de los periódicos, el gen se parece al código de barras en el que figura toda la información del producto comercial puesto a la venta. No conozco a nadie que sepa leer un código de barras, por lo que cuando me levanto paranoico me da por pensar que además del precio y la fecha de caducidad pone también tonto el que lo lea. A lo mejor, cuando logremos descifrar el genoma, vemos con sorpresa que han escrito en él me cago en tu padre o tira de la cadena. Esa afición a escribir cochinadas en las paredes es genética, de otro modo no sería tan universal. Conviene estar preparados, pues, para cualquier cosa. A la decepción de no tener más de 30.000 genes, que traducidos a euros no son nada, podría añadirse la de que estén llenos de una información semejante a la del retrete de un instituto de enseñanza media.
De hecho, tenemos basura por un tubo. Más del 90% del ADN está compuesto por pintadas analfabetas, sin utilidad ni sintaxis. De entre toda esa porquería hay que rescatar ahora la etiqueta en la que figuran los tantos por cientos de tergal o algodón de los que estamos hechos y donde dice si admitimos plancha o no. La etiqueta es el espejo del alma. Cuando aprendamos a mirarnos en ese espejo como en las aguas de un río, puede que salgamos corriendo en lugar de enamorarnos de nosotros, como otrora, con perdón, le ocurriera a Narciso. Y es que basta con que nos quitemos o nos pongamos unos genes para devenir en ratas o en cebollas.
Esto tiene una lectura optimista y otra pesimista. Saber que estamos hechos del mismo material que los gusanos o los escarabajos facilita la fusión con la naturaleza y favorece el progreso de las filosofías o las religiones no agresivas. Pero tener que decir buenos días y buenas tardes a las ratas cuando nos cruzamos con ellas en el sótano le pone a uno los pelos de punta. Aparte de que si las ratas se enteran de que tenemos la misma composición cualitativa, lo mismo se presentan a las elecciones. No teníamos bastante con Bush y parió la abuela. La cosa está que arde, en fin. Todavía no sabemos nada, pero las primeras señales indican que somos una broma de Dios a la que uno, francamente, no le encuentra la gracia.
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