Sin banderas
Los seres humanos sólo nos diferenciamos unos de otros en un 0,1%, dijo Tiresias, el resto, el 99,9% restante de nuestro código génetico lo tenemos en común. Los otros tres hombres que departían con él en torno a una mesa en el porche soleado de su jardín asintieron impertérritos; fue una palpitación de sus miradas que no necesitó recurrir a los párpados. De ahí se han sacado extrañas conclusiones, prosiguió Tiresias, y esa cifra mísera parece borrar la realidad que la hacía impensable. Si la miseria de las relaciones humanas nos llevaba a sospechar que nuestras diferencias genéticas fueran mayores, mucho mayores, esa décima porcentual lleva ahora a algunos a pensar que nuestros conflictos no existen, o que no tienen sentido, o que, descubierta la insignificancia de la causa, sus efectos se diluirán como por arte de birlibirloque. No se dan cuenta de que la Naturaleza es sabia, y que sólo nos concede esa mínima diferencia porcentual por razones de supervivencia; si nos diferenciáramos en un 2%, hace tiempo que hubiéramos dejado de existir. El 0,1% es suficiente para lo que vemos, y para mucho más.
Percibo además, intervino otro de los contertulios, Ibrahim, que esa pequeña diferencia ha causado una gran decepción. Servirá como argumento para quienes defiendan la igualdad esencial de los seres humanos, pero también como revulsivo para quienes siempre han necesitado abismar las diferencias para afirmar sus vidas. Estos dirán que, al fin y al cabo, una bandera bien doblada no ocupa más del 0,1% de una vivienda, de su hábitat, de su extensión humana, pero que esa bandera es la clave para la subsistencia de ese hábitat. Una bandera desplegada se confunde con el viento, es su señal coloreada, pero es mi alma que, siendo aire, me constituye, así dirán. Terminarán conformándose a esa cifra ridícula, mientras que el resto será materia oscura. Harán de esa nimiedad la perla que corona una obra de ladrillo, en lugar de ver en ella la abertura que permite transitar por la vida. Sólo quienes nos hemos dejado apoderar por la vida y le hemos dicho sí, sabemos que esa minucia puede reducirse a nada y que podemos saltar diferencias mayores. Yo fui el perro de Khaleb.
Y yo el enemigo, dijo Salman. Lo vi boca arriba tendido, como en pleno sueño que sólo perturbaba un hilo de sangre de la nariz al labio. Y pensé en la mujer que lo habría amado, en su cabello negro y espeso, los tobillos ceñidos por un aro de oro y la danza que ensayaba durante la espera. Miré a mis pies y ya no estaba el hombre de la luna. Y supe que era yo. Busqué a mi ejército en noches infinitas; mi ejército, contra el que debía atacar. Y no lo hallé. Sólo lo vislumbré en el río, en el reflejo de mi imagen, pero se deshizo en torno de mi espada. Luego vi a quien bailaba en el claro. Me llamó, e hizo que su compañera girara ante mí, dirigiera a mis ojos la perla de su labio. En adelante compartimos su amor.
Yo fui la serpiente que separó Tiresias de su hembra, dijo Joanes. Algo me hirió y repté bajo una bandera sangrienta. Supe que la tierra era mi destino y quise gozar en ella, ser en ella su vida. El bastón de Tiresias supuso un contratiempo, pero no me costó apenas hallar otra compañera. Todavía hoy, cuando la edad me enturbia la mirada, me sepulto en la tierra y me transformo. Hasta que me llega la muda, repto en el silencio y la caricia de la tierra. ¿Ninguno ha vuelto a ser, a dejarse poseer por su vida más intensa?, preguntó Joanes. Y fue Ibrahim quien respondió, yo espero. Espero la curva de la piedra, como aquella vez en la playa cuando la arrojó Khaleb. Yo yacía hastiado y vi la piedra y di un salto y ladré de gozo. Recogí la piedra en la boca y corrí hacia él, y a partir de entonces supe que en la alegría de su voz estaba yo, y estaba él, y también la vida. Años después arrastré su cadáver y lo cubrí de arena. Hay días de viento en que me siento sobre ese túmulo y espero. Aúllo a la curva de la piedra y la voz que han de venir.
Yo, Tiresias, fui ella. Y experimenté su placer y supe que era mayor que el mío de hombre. Pero también era mayor su dolor. Y ahora he sido Ibrahim y Salman y Joanes, y también el perro, la serpiente y el enemigo. No he cuantificado las distancias, ni he sentido que nada modificara mis células. He escuchado, y el viento de la vida ha abatido las banderas y los reinos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.