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Columna
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¿Arde América?

Cada vez que salto de canal en canal en busca de alguna película que me interese debo pasar por una sucesión de secuencias que se parecen unas a otras como dos gotas de agua y que se resuelven en una tipología muy corta; a saber: 1. Explosiones y llamaradas; 2. Psicópata asesino, y 3. Muerte a chorros. La suma de todas ellas hace que habitualmente termine el recorrido y me vaya a escuchar música o a leer un libro. Aunque a veces doy con joyas del cine, como Vidas cruzadas o Yo anduve con un zombie, la sensación constante es de repeticion y parálisis, pero también de caldera demasiado apurada y que está a punto de estallar.

¿Qué pasa en América, que todo parece saltar por los aires, todo es una lucha sin cuartel por las calles, todo es crimen, corrupción y poder, todo es mafia, todo es morbo asesino, imágenes sangrientas, todo es amenaza a escala mundial de destrucción indiscriminada...? Creo recordar que John Malkovich dijo una vez que toda la violencia (sexual, moral, criminal) que el cine saca a la pantalla no es más que la sublimación de los deseos de una sociedad reprimida que no puede permitirse estallar o no se atreve a ello.

Por supuesto que esta visión tiene mucho de realidad virtual, es una imagen forzada por una industria sobrada de tecnología, necesitada de dinero y abandonada por el talento. Esa orgía de sangre quizá responda también a la necesidad de contentar al inconsciente colectivo, como sugería Malkovich, pero me temo que si un marciano debiera decidir si se planta o no en el Imperio (o sea, en USA) y no dispusiera más que del cine americano reciente para evaluar su intención, huiría espantado hacia Júpiter.

Sin embargo, si fuera cierto que los artistas tienen algo de precursores o de visionarios, yo vería reforzada la tesis de que la sociedad norteamericana es una sociedad cada vez más apocalíptica aplicándole las lecturas de las últimas novelas de tres talentos literarios tan dispares y extraordinarios como son Philip Roth, Don DeLillo y Cormac McCarthy. Uno lee sus libros (El teatro de Sabbath, Pastoral Americana y Me casé con un comunista, de Roth -más su reciente The human stain-; Submundo o Ruido de fondo, de De Lillo; la Trilogía de la frontera o Blood Meridian, de McCarthy) y empieza a rondarle una vaga sensación de que ahí hay algo a punto de reventar.

Los elementos fundamentales y razonablemente comunes son: el deseo de abarcar un mundo que no se comprende, que navega a la deriva sin poder saberse siquiera cuándo rompió amarras y mucho menos por qué; la presencia del mal por detrás de la conciencia de fracaso, pero también como una suerte de mano del destino; y la idea de que Dios -que, como dice Bloom, es creencia general que se relaciona directamente con cada americano medio- hace mucho tiempo que los abandonó en manos del Poder, la Corrupción y la Infelicidad. El cine también ha hecho algo inteligente sobre esta deriva social, desde Terciopelo azul hasta Vidas cruzadas, Fargo o Reservoir dogs, por poner unos ejemplos. Dos corrientes confluyen, pues; de una parte, la decadencia de una industria que fue creativa; de otra, la intuición de que algo grave está viciando el aire. La primera se nutre de rutina, argumentos desarticulados o improvisados y abandono de la verosimilitud. La segunda parece más un ajuste de cuentas con la propia Historia americana.

El mismo Bloom, cuando analiza magistralmente Blood Meridian, la incluye en lo que llama la 'corriente melvilliana': una especie de espina dorsal de la narrativa americana de este siglo. Recordemos que el gran relato de Melville es una formidable metáfora sobre la presencia y el poder del mal. Y tras la batalla con el monstruo blanco, sólo queda sobre la inmensa y desolada superficie del mar, aferrado a una tabla, un muchacho llamado Ismael. Sí, hay algo apocalíptico en todo esto.

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