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Reportaje:

Los supermercados de la droga proliferan en Valencia

La foto de una cola de consumidores de droga saca a la luz una masiva práctica ilegal ante la que las autoridades se declaran impotentes

'Ahí están. Que nadie se lleve las manos a la cabeza. Esto ocurre desde hace más de un año. Sí. Así, tal cual. Centenares de jóvenes le compran droga a ese camello que apodan El Ciego. Un día tras otro. Nadie ha hecho nada. La policía lo sabe. La alcaldesa lo sabe. La delegada del Gobierno lo sabe. Ellos no se mueven y nosotros vivimos amenazados'. Es el testimonio, desesperado ya, de una vecina de la calle de Bello, en la zona del Puerto de Valencia, uno de los supermercados de la droga de la ciudad.

A menos de cien metros de la esquina hay un colegio público. El inicio del ritual de la venta diaria coincide con la salida de la escuela. Y pasada la hora punta, a todas horas los compinches de El Ciego, detenido por última vez el 24 de enero y puesto en libertad, satisfacen la demanda.

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Ésa es la cara oculta de la ciudad, los barrios que se esconden tras las construcciones y los proyectos que pretenden definir la Valencia del siglo XXI. Natzaret, Malva-rosa y El Grau, en el distrito Marítim; Velluters, en el centro histórico, y Tendetes o Campanar, en la periferia de la ciudad, sufren una degradación desde hace años que ha convertido muchas calles en territorios impunes para el tráfico de drogas a plena luz del día. Muchos comercios han cerrado, muchas familias se han marchado. Los vecinos que resisten y plantan batalla se manifiestan desde hace meses cada día en algunos de esos barrios. Sobre el papel, todo han sido promesas de atajar el problema. En la práctica, todo sigue cada día un poco peor.

Es un fenómeno que Valencia comparte con otras ciudades, pero que tiene una escenografía distinta que se ha visto alimentada por la ineficacia de las medidas policiales, la escasa inversión desde el Ayuntamiento de Valencia y la Generalitat Valenciana, y la pasividad de la Administración ante las continuas protestas vecinales. Hasta tal punto que centenares de consumidores, sin disimulo alguno, forman largas colas -han llegado a contarse más de 500- para abastecerse de cualquier sustancia, especialmente hachís, papelinas de heroína y pastillas. La publicación de una información en EL PAÍS sobre este peculiar supermercado de droga en la calle de Bello ha levantado una amplia polémica a lo largo de la semana.

Mafias nigerianas, magrebíes, suramericanas y españolas han construido una red de vasos comunicantes entre algunos barrios. Acciones policiales intensivas sobre un punto provocan que la venta se traslade a otro. Los supermercados de la droga se ubican en el casco de la ciudad. Valencia no tiene focos como la Celsa, extinto poblado de la avenida de Guadalajara o lo que en su tiempo fuera el Rancho del Cordobés, en Madrid. En todo caso, alguno de los puntos, como Natzaret, es como el barrio de la Mina, en Barcelona.

Quienes viven en las zonas afectadas saben cómo se llaman los camellos, dónde residen, cuándo venden, quiénes son sus proveedores. Eso mismo lo saben la Delegación de Gobierno, el Ayuntamiento, la policía, los jueces... Pero hasta que la evidencia no ha sido incontestable, tras el reportaje mencionado y la imagen de una cola de compradores de droga esperando su suministro, no ha habido respuesta. Durante la pasada semana hubo un impresionante despliegue policial cuyo balance alcanza el centenar de detenidos. Todos ellos han sido toxicómanos que se dedican al menudeo. 'No sirve de nada hacer redadas sobre las víctimas. No es ahí donde debe actuarse. La reacción a las imágenes que demuestran con qué normalidad puede venderse droga en plena calle, como si fueran entradas de un cine, no ha sido la más adecuada', asegura Enrique Beltrán, fiscal jefe de la Comunidad Valenciana.

'A la Administración no le gusta enseñar lo peor de su gestión. Es mucho mejor esconderlo. Esta ciudad tiene que afrontar, como otras muchas, la realidad del tráfico de drogas. Pero falta coordinación. Faltan medios. La policía debe tener recursos. No puede ser que no existan expertos en desarticulación de redes económico-mafiosas, que la hipocresía llegue al punto de negar la mayor y no se luche contra lo que cualquiera puede ver', afirma Fernando de Rosa, decano de los jueces de Valencia.

'¿Hipocresía? Toda. La policía está a menos de cincuenta metros de mí cuando le compro a El Ciego. No hacen nada. ¿Quién puede creerse que no conocen a los camellos si los tienen delante todos los días, ven cómo trafican, que tienen cochazos y no trabajan?'. David E. L. es estudiante universitario y un habitual de las colas en la calle de Bello en busca de cocaína y pastillas. 'Esto existe porque ellos quieren, porque así controlan dónde se pasa. Para acabar con esto hay que legalizarlo', agrega.

Legalizar el consumo de droga es algo que la Administración valenciana no quiere oír. De hecho, ni siquiera las experiencias de las narcosalas son de su agrado, aunque hayan sido puestas en marcha por otras administraciones del PP, el partido de la alcaldesa, Rita Barberá, y la delegada del Gobierno en la Comunidad Valenciana, Carmen Mas. Buscan, en cambio, soluciones que definen como 'imaginativas', que no se ponen en marcha y que cuando lo hacen, como el caso de una carpa informativa para las prostitutas que ejercen también en plena calle y en las aceras de colegios públicos próximos al puerto, dan como resultado un impacto visual tremendo, una estadística que no se puede contrastar y un seguimiento que no hacen público.

'Esto no es fácil. Si Garzón con sus helicópteros no consigue a veces lo que busca, qué puede hacerse aquí sin abordar cuestiones de fondo. Es difícil entender que puedan gastarse 20 millones en una carpa para la inauguración de una autopista y, en cambio, la policía no tenga suficiente presupuesto para la gasolina de los coches patrulla. La policía hace lo que puede -no digo que no pueda hacer más-, y hay agentes de barrio que viven amenazados, pero no es ésa la única medida', comenta el fiscal jefe Beltrán.

La eficacia ha brillado por su ausencia. En la zona denominada de las casitas rosas, el núcleo duro de Malva-rosa, vivir y no ser traficante o consumidor es vivir en estado de sitio. Ahí resiste porque no tiene más remedio una mujer joven, con su hija y su madre. Tiene que ir a trabajar en taxi. La niña sólo sale de casa para ir al colegio y siempre acompañada de la abuela. No hay parque para jugar, no hay amigos en la finca. Las seis de la tarde, a todos los efectos, es noche cerrada. Y taxistas como Patricio o Amparo saben bien del miedo que se vive en esas calles.

El Tío Pepe, vocal de la asociación de vecinos de Malva-rosa, no se cansa de proponer soluciones. 'Intentamos que el vecindario no se venga abajo, que no se rinda. Queremos que esto se acabe, que los toxicómanos sean atendidos y los traficantes enganchados, que se activen políticas educativas y sociales. Pero la policía sólo viene en momentos puntuales, las reuniones con el Ayuntamiento y la Delegación de Gobierno son una lista interminable de promesas incumplidas, y aquí la situación es cada día peor'.

Los vecinos persisten. 'Tenemos que insistir, porque nadie nos defiende', dice José Antonio Barba, presidente de la Asociación de Vecinos Natzaret Unido, 'las pruebas de lo que pasa las tienen la policía, la alcaldesa y la delegada del Gobierno. No han hecho nada'.

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