Itálica
Algunas mañanas, mi amigo Joaquín toma el coche, conduce durante un breve espacio, aparca en el extremo de una carretera atacada por las malas hierbas, acompañada por una gasolinera y restaurantes. Es de mañana, el viento duele en las mejillas pero el sol flota en lo alto, dejando una breve caricia en la nuca. Mi amigo atraviesa una taquilla y sube un sendero: sigue el dibujo de las piedras del pavimento entregando a cada una un pie, como disputándose una partida de rayuela consigo mismo. Alguien ha abandonado estatuas de yeso amputadas en las encrucijadas, una mano anónima ha cuidado el césped y mimado las confusas flores rojas. Delante hay un anfiteatro lleno de mordeduras, pero Joaquín me cuenta que prefiere virar hacia la derecha, seguir otro camino que sigue subiendo y desde el cual se domina una aglomeración de colinas y cipreses. Allí mira en silencio las ruinas, las columnas tronchadas, se sienta en un banco de piedra sin que le molesten las violentas melodías de los pájaros. Lleva un libro en el abrigo -quiero imaginar que es de Cortázar, de esas cosas que le gustan a él-, lo saca, se dedica a leer en medio del frío de la mañana como arrullado por la inmensa quietud de ese mundo muerto: a su alrededor, todo es un inmenso jardín de piedras partidas, de mosaicos con viruelas, de calzadas que renuncian a la línea recta ante el acoso de los jaramagos. También a mí me gusta Itálica, pero ahora estoy lejos de la capital y la recuerdo como un amor de adolescencia, y sumo mis viejas experiencias al relato de Joaquín y me paseo con él en la limpia mañana de aluminio, y hablamos de literatura entre el cardo y el decumano, observados por dioses que perdieron las manos.
Petrarca escribió que el más alto sentimiento estético es aquel que se excita ante los vestigios de imperios desaparecidos. La pérdida, ya sea de una civilización o de un billete, constituye un estímulo incomparable para esa oscura glándula del alma que fabrica la poesía, y por eso resulta grato pasear por las ruinas, los cementerios, las cartas de amores rescindidos. Desde que era muy pequeño yo he deambulado por los viales de Itálica, he visitado los restos de las villas, me he detenido frente a las lanzas de los cipreses, allí donde se celebran los crepúsculos. Allí como en ninguna otra parte me ha asaltado la turbia certeza de que los individuos no cesan en sí mismos, de que algo les precede y continúa, de que todos forman parte de un ilimitado río de vida que entra en sus cuerpos y luego los abandona, como explica muy bien Jack London en su adorable novela, El peregrino de las estrellas. Joaquín me dice que le parece una lástima que la mayoría de los sevillanos desconozca un espacio así; yo le respondo que los lugares, como las palabras, son lo que hacemos de ellos, y que está bien que Itálica reciba a sus visitantes con cuentagotas, que apenas pueda uno cruzarse en las mañanas de sábado con ancianos tímidos o adolescentes frustrados por la perfección del silencio. El domingo, leo, se celebró el aniversario del emperador Adriano y la gente recorrió el anfiteatro y se repartieron ejemplares de la novela de Yourcenar -que tradujo Cortázar-. Pero esas inconveniencias cesan pronto: esta mañana, mientras lees esto, Itálica vuelve a ser el infinito cementerio de ruinas y dioses por el que pasean hombres solitarios que buscan rematar un verso. Nuestra Itálica, Joaquín.
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