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Columna
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Steiner

George Steiner ha estado en Madrid durante unas horas para pronunciar una conferencia en el Círculo de Bellas Artes. Lo hizo ante un auditorio numeroso y fervoroso, que desbordó las capacidades del benemérito centro. Había expectación de gran acontecimiento. Incluso debió habilitarse un recinto con circuito cerrado porque el público excedía todos los aforos. Los aparatos de traducción simultánea y los murmullos se alternaban en la sala populosa y entusiasta. Cuando apareció, brotaron limpios los aplausos. Claudio Guillén presentó al maestro con la autoridad del gran crítico europeo que es, con sobriedad, elegancia y conocimiento.

Después, George Steiner comenzó a hablar, es decir, comenzó a trasladarnos a todos -y nos trasladó al fin- a los séptimos cielos de la inteligencia en su maravillloso inglés oxoniense. El tema de su conferencia era la crisis del lenguaje. Fluía la sabiduría de sus labios. Sus tesis ya conocidas y otras consideraciones más nuevas alternaron en su discurso magistral.

2001 será para algunos el año en que Steiner vino a Madrid. No el año de la décima recopa o el vigésimo título balompédico
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El lenguaje articulado topa hoy con el lenguaje matemático, que no necesita en absoluto de la palabra, y ha descubierto toda una nueva realidad; topa también con la crisis abierta por el apocalipsis del humanismo europeo que estalló en mil pedazos en los años del fascismo, granada de mármol hecha añicos, con los campos de concentración y el holocausto.

Principió el maestro su exposición mirando sus folios; después, en seguida, se dirigió al público con tal poder de persuasión, con tal acento de convicción, que uno tenía la sensación de hallarse ante el último astro del gran y perseguido humanismo europeo. Y así, paso a paso, nos fue situando a todos ante las encrucijadas del pensamiento y la historia de Occidente.

Entre tanto ruido estéril merece destacarse esta estancia de George Steiner, esta iluminadora presencia suya. No sé si los historiadores de mañana dejarán constancia del acontecimiento -porque eso fue, un acontecimiento-, a lo mejor sí. En cualquier caso, hay que repetirlo para el futuro fulgor de las hemerotecas. Una de las grandes inteligencias de Occidente pisó Madrid el mes de enero del primer año del nuevo siglo. Su cabeza más bien menuda y sus ojos diamantinos y tenaces hablaban tanto como sus palabras maravillosamente articuladas. Era un pensamiento en acción, una energía intelectual inagotable, una gran ola de saber, una marea de conocimiento, un alud salvador de deslumbramiento.

Steiner o la dignidad del saber. Steiner o la dignidad del pensamiento. Steiner o la dignidad de la crítica, tan vapuleada, pero a la que hay que medir por sus mejores frutos, no por sus mediocridades -como, salvando las distancias, Camus medía el cristianismo por san Agustín y Pascal, no por la monjita bondadosa e integrista, con todos los respetos-.

Steiner, sí, Steiner o la gran cultura de Occidente, cuando ésta se halla enfrentada a una crisis en la que se juega su propia identidad. ¿Seguirá existiendo? ¿O será fatalmente sustituida por la imagen, la electrónica y el teatro mediático (televisivo) del mundo? Con gente como George Steiner esta cultura tendría aún muchos años de vida. Sin gente como él ya veremos qué pasa.

El 2001 será para algunos el año en que Steiner vino a Madrid. No el año de la décima recopa o el vigésimo título balompédico. Esa religión para otros. Nosotros rezaremos con George Steiner la oración respetuosa del hombre laico.

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