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Columna
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El indultador (II)

(Resumen de lo publicado: el príncipe Aznarín despacha con su fiel escudero acerca de los asuntos de Turdetania. Quiere saber de la sin par Teofinda de Gades, a lo que Arenín se muestra esquivo.)

No complacieron al soberano aquellos titubeos.

- No me ocultes nada -ordenó, con frialdad terrible, el del Triste Bigote.

- ¿Cómo podría yo...? -se excusó, nervioso, el andaluz.

- Habla pues.

- Señor..., es el caso que dicen, bueno, algunas fuentes aseguran que Chavelón el Malo, más otros de su infame cohorte, celebran en privado el que vos sostengáis, como su enemiga mayor, a Teofinda de Cantabria, que diga, de Gades.

- ¿Y eso?

- Pues se solazan en la creencia, errónea por supuesto, de que no les valdrá un ardite en la próxima batalla electoral. Item más, asegura el morisco que ni él mesmo hubiera sabido elegir contrincante más endeble. Y es lo peor de todo, mi señor, que algunos de nuestras huestes comparten tan execrable opinión. Ello, sobre todo, desde que un alférez de la gaditana, al que llaman Manolín el gastoso anda metido en dispendios de protocolo, de esos que ni mi amado príncipe se permite para sí.

No diera crédito a sus oídos el Campeador de Humanidades. Ni un terremoto interior hubiera conmovido tanto los cimientos de su santa cólera. Mas templóse, a lo que pudo aferróse, y no enojóse. Sino que una extraña sonrisa alumbró a duras penas por entre las hirsutas pelambres del mostacho y, al fin, como conturbado, dijo:

- Sin duda, mi leal escudero, tú también sufres fatal encantamiento.

- No os entiendo, mi señor.

- Claro, claro -cabeceó significativamente el Indultador Magnánimo-. Aún estás bajo los efectos de la pócima que, sin tú advertirlo, algún Mago Merlín te dio a beber. Como a mí también la pasada noche, pues no de otro modo, sino como sueño maligno, podría explicarse esta sarta de locuras. Repara tú mesmo, y la risa contén, que es dislate tras dislate: primero vi que una nube de sarracenos, sobre febles y escurridizas embarcaciones, llegaba a las costas de Tarifa; allí donde nuestro Guzmán sentó inmortal ejemplo de patriotismo, y se adueñaba, segunda vez, de la feraz Turdetania. Luego di en imaginar que un artilugio prodigioso, otra nao, cual gigantesco pepino de fierro, atracaba en la pérfida colonia de Gibraltar, sangrando por sus poros un misterioso y letal efluvio. No contento con hacerme sufrir de tales alucinaciones, los ricos pastizales de mi reino envenenaban al vacuno con secretas ponzoñas; mis tercios en tierras extranjeras igualmente se enervaban de una bilis enigmática; las arcas del Estado se inflaban de puro viento; los cultivos del lino se incendiaban por doquier y las llamas alcanzaban mi escritorio; los jueces me desobedecían, la graciosa Celinda desvariaba en público cual verdulera en jarras... -En este punto se arrasaron en lágrimas los ojos de aquel príncipe, de aquel Amadís del Milenio, que de pronto se irguió cuan largo era -que no era mucho- y alzando los brazos a lo alto, así interrogó a los cielos: ¿Y ahora me vienen con que he de cambiar a Teofinda, porque a Chavelón le parece poca? Decidme, oh Dios, ¿qué pecado he cometido? (Continuará)

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