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Columna
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Síndromes preocupantes

De siempre se ha dicho que las grandes civilizaciones se hacen no como consecuencia de las confortables condiciones del medio geográfico en que se originan, sino de la respuesta humana a las mismas. Esta tesis, que ya hace muchos años expuso un filósofo de la Historia, vale también para los políticos. A veces personalidades que parecen minúsculas crecen hasta convertirse en gigantes en tiempos difíciles -el caso de Suárez en 1976 o el de Romanones en 1919-, y en otras ocasiones figuras a las que en otras momentos se pudo calificar de grandes estadistas parecen empeñadas en aparecer como caricaturas de sí mismas. Ésa es la sensación que a veces se desprende de la lectura de algunas partes de los diarios de Azaña en 1932 o de la actuación de Maura en 1919.

No sabemos el juicio histórico que un día podrá hacerse de Aznar y menos aún cuando todavía permanece en el desempeño de su misión, pero, por lo menos, podemos comparar cómo se desenvolvió ante las dificultades su primer gobierno y cómo lo está haciendo el segundo. Apenas parece necesario recordar la diferencia existente entre las respectivas circunstancias. La amarga victoria de 1996 le obligó a una gestación muy difícil de su gobierno que él atribuyó a extrañas conspiraciones en su contra. Pero superó esa situación y, además, aunque el balance de esos primeros cuatro años fuera mediocre y aun pésimo en algún apartado, en otros resultó bueno e incluso muy bueno. Además, en el activo del presidente del PP siempre quedará que ha demostrado que la derecha puede gobernar en España incluso ampliando su ventaja de una elección a otra, y que ha conseguido en determinadas materias -las fiscales, por ejemplo- sentar un nuevo planteamiento que su adversario deberá tener en cuenta si quiere acceder al poder.

Pero la segunda etapa pronto ha ofrecido signos preocupantes con el agravante de que no pasa una semana sin que se multipliquen. Tenemos un horizonte de muchos meses de Gobierno de Aznar que sería deseable que transcurrieran sin bruscas conmociones y en la plácida aplicación de un programa, pero para ello sería deseable que el presidente fuera capaz de ahuyentar algunos peligrosos síndromes que se han manifestado en estos últimos días.

Por ejemplo, el que podríamos denominar de la 'decisión retráctil' o del freno y la marcha atrás, por utilizar el título de una comedia de Jardiel. Consiste en cambiar las condiciones de los concursos para luego acabar compensando a los damnificados por sus resultados, pedir a los emigrantes ecuatorianos que se vayan para que luego vuelvan a inmigrar en otras condiciones o modificar los certificados alimenticios que acaban de ser aprobados. El síndrome del cuello de botella del estrecho de Ormuz supone una huida emprendida por el muy ocupado Prócer hacia grandes estrategias mundiales ante las que considera ridículas peticiones de aclaración por un submarino nuclear averiado, una enfermedad del ganado o unos inexplicados casos de enfermedad de militares. Existe un tercer síndrome que podría describirse como el arte de ganar amigos. ¿Merece la pena embarcarse en un conflicto con la mayoría de la judicatura por el empeño de resituar en ella a quien se demostró, hasta el delito, incapaz de responder a las exigencias de su puesto? El cuarto es el de la ruleta rusa y puede consistir en la insistencia, con la pertinacia de un beodo pesado, en los males de los nacionalismos, en especial del vasco, sin atender al culatazo -'Machado dixit'- que puede producirse como resultado. Y, en fin, el síndrome más original y novedoso podría ser denominado como el del asombro cósmico. Hay actuaciones de este Gobierno que producen perplejidad, como crear una sociedad para hacer lo que la Administración ya hace a través de otros medios, pero eso ya se verá en qué para. Otras, sencillamente, sumen en el estupor, ese género de actitud en que ni siquiera es posible la sonrisa o la ironía. La ministra de Sanidad no dispara antes de apuntar ni sabe que hay momentos en que no se toleran las bromas, ni se equivoca en su contenido. Es un ser que el Todopoderoso nos ha enviado para mantenernos en estado de levitación, con los ojos desorbitados y la boca entreabierta y babeante enlazando el anterior sobresalto que nos dio con el que le va a seguir.

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