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Columna
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El pesimista

Todo el mundo lo sabe, aunque Jorge Luis Borges trató de ignorarlo cuando dijo que 'no hubo música en su alma: sólo un vano herbario de metáforas y argucias; (...) no vio la gloria y sigue resolviendo en la memoria laberintos, retruécanos y emblemas'. Pero sí, todo el mundo que importa lo sabe: Gracián es uno de los grandes prosistas de la literatura universal, la máxima expresión, con Quevedo, de la prosa barroca castellana. Él, que creyó en su gloria de escritor, fue seguramente jesuita, porque era lo que de mayor rigor intelectual se podía ser entonces en el ámbito del catolicismo. Pero fue un clérigo incómodo que tuvo problemas con su orden porque se consideraba ante todo un hombre de letras.

En condición de tal, supo conducir la prosa heredada a la apoteosis del ingenio, del concepto, al que dedicó un libro memorable, Agudeza y arte de ingenio, que lo es de crítica literaria pero también de pensamiento. Hombre de su tiempo, intuyó en Fernando de Aragón el gran estadista español y le dedicó un libro, El político don Fernando el Católico, donde no lo veía como el político retorcido y malicioso de Maquiavelo, sino como un astuto estratega y, sobre todo, como el responsable de una política con Cataluña mucho más racional que la que ejecutaba el desvarío de Olivares.

Entendió Gracián que la celebración de las vanidades del mundo, el desengaño barroco, desembocaba en la nada. De esta intuición brotaría El Criticón, formidable libro alegórico sobre el inútil aprendizaje de la vida, laberinto de fieras donde hay que actuar como una fiera más. La narración es prodigiosa por la fusión del diseño narrativo y estilístico -prosa concentrada, rica y vigorosa- con el entramado alegórico. La brillantez se aúna a la profundidad. Este jesuita nos salva del jesuitismo. Desengaño; vanidad de vanidades: ya lo habían dicho El Eclesiastés y las tradiciones sombrías del cristianismo, pero Gracián da un paso más y vislumbra el pensamiento moderno. Por eso, Schopenhauer lo saludó como precursor y maestro. A través del pensador alemán, que consideraba El Criticón entre los mejores libros del mundo, Gracián ingresaba en la modernidad. No ha sido nunca popular, pero siempre ha tenido un círculo de lectores de calidad. Como esos ejecutivos norteamericanos que beben hoy las máximas del Oráculo manual y arte de prudencia, que Schopenhauer tradujo.

El pesimismo moderno tiene en Gracián un padre preclaro. Por aquí palpita el cura aragonés. Es posible que no fuera ni un heterodoxo ni un descreído, pero rozó o vislumbró horizontes problemáticos. El existencialismo palpita entre sus palabras, como sucede en el Quevedo de los poemas metafísicos. El hombre es ya un ser para 'la cueva de la nada'. Cierto que es el destino de los hombres no ilustres y que los héroes del libro acaban ingresando en la Isla de la Inmortalidad. Pero es la suya una inmortalidad ante todo literaria, la que han alcanzado como protagonistas de un libro destinado a perdurar.

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