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Tribuna:EL CASO DE LA MINA DE AZNALCÓLLAR
Tribuna
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Año nuevo; problemas..., los de siempre

El autor considera preocupante la decisión judicial de archivar el vertido de la balsa de Boliden, ya que escamotea el debate público sobre un caso de extrema gravedad.

El Juzgado de Instrucción de Sanlúcar la Mayor número 2 ha notificado, casi el Día de los Inocentes, el auto de archivo en el asunto del desbordamiento de la balsa de residuos que la empresa sueca, ahora en quiebra, Boliden tiene en Aznalcóllar.

Esta resolución exhibe a plena luz del día las seculares vergüenzas del sistema judicial, en especial en la esfera criminal. Ante esta decisión, muchas han sido las voces que se han alzado en su contra. Resultan más significativos, por un lado, algunos silencios clamorosos, y por otro, el error en el diagnóstico del estado de cosas que propicia resoluciones de este calibre. No se trata de comentar ahora el fallo en sí; existe la razonable esperanza de que la Audiencia revoque el archivo y pueda llegarse, como mínimo, al juicio oral; para eso, en definitiva, están los recursos.

'Esta resolución exhibe a plena luz las seculares vergüenzas del sistema judicial, en especial en la esfera criminal'

Lo preocupante estriba en la posibilidad de sustraer el debate jurídico de fondo al escrutinio público: decidir ahora si el delito es doloso -vulgo, con mala idea- o imprudencia -'yo no quería'-, cuando estamos ante uno de los tipos penales más complejos, no parece lo más adecuado. Sin embargo, sustraer a la opinión pública el debate de los presupuestos y consecuencias de incidentes como el de Aznalcóllar despierta, como mínimo, desconfianza.

No hay que olvidar que el poder judicial, que ejerce cada juez, carece de la legitimación representativa de los demás poderes del Estado. De ahí que la publicidad de los juicios se convierta en la piedra angular del control de tal poder; si los asuntos enjundiosos social, económica y políticamente se ventilan durante la instrucción -por definición legal, secreta-, volveremos a una justicia de cancillería, predemocrática y potencialmente amparadora de la vesania.

El procedimiento judicial en los sistemas democráticos se edifica sobre la transparencia, y no sobre la buena voluntad de los operadores. La toma de decisiones vitales en muchos casos para la comunidad no cabe dejarla en manos de la bonhomía del juez. El paternalismo o la benevolencia no son integrantes del valor de la justicia.

Pero, además, sustraer al debate propio del juicio oral, con luz y taquígrafos, lo hasta ahora instruido, con poco impulso, según se desprende, del ministerio fiscal supone consagrar una situación fáctica preocupante. En efecto, alejados del horizonte de publicidad, los intereses en juego, poderosos en lo económico y lo político, y no perfectamente alineados ideológicamente como cupiera derivar de un vistazo superficial, se amparan soluciones que suponen, en definitiva, pan para hoy y hambre para mañana. Con unas eventuales, cuando no quiméricas, indemnizaciones extrajudiciales, propiciadas o imaginadas desde centros de poder político, se pretende dar por zanjado el tema.

¿Cómo puede ser tal cosa posible? Pues, aunque sea penoso reconocerlo, con la mayor de las facilidades. Por un lado, nos encontramos con un dato fáctico: el lugar del siniestro. De ahí se deriva la competencia territorial que sólo tiene en cuenta el lugar del hecho y es ajena a cualquier otra consideración. Si el juzgado competente, como es aquí el caso, es, para entendernos, de pueblo, la suerte está prácticamente echada: insuficiencias crónicas en lo personal y en lo material no harán más que enterrar la causa. Al encadenado de jueces que tienen en estos juzgados su primer destino y que, por tanto, son forzosamente inexpertos, a los huecos en la titularidad del órgano jurisdiccional cubiertos mediante prórrogas de jurisdicción -un juez se encarga de su juzgado y del vacante- o mediante jueces sustitutos, nombrados sin control de calidad alguno, se añade una oficina judicial cubierta aún de peor modo. En tales destinos, enviar una fax o hacer la fotocopia de una providencia puede convertirse en una auténtica odisea. Tampoco hay que referirse a la dotación de medios de investigación idóneos para hechos como el que nos ocupa: mentar la idea de peritos judiciales profesionales y orgánicamente vinculados a la Administración de justicia suena a cruel inocentada. Como hay que recurrir a profesionales ajenos, éstos, en tanto que tales, requieren el pago de sus servicios: su actividad científica o artística no les puede ser expropiada. Con ello puede resultar favorecido quien de hecho puede adelantar los honorarios. En este contexto, que las cosas salgan bien es milagroso; pero el número de milagros es limitado.

Pese a lo que quepa entender de lo anterior, éstos no son defectos nuevos, ni tan siquiera hace poco detectados o denunciados. La Ley de Enjuiciamiento Criminal, aún vigente, prevé desde 1882 la existencia de tales cuerpos de peritos, por ejemplo. La legislación orgánica, más reciente, prevé la incorporación de las nuevas tecnologías a la gestión de la Administración de justicia. Sin embargo, ningún plan de choque, ni en vigor ni por conocer, ha dado un paso serio en la dirección correcta; es decir, en hacer que el derecho esté en condiciones de satisfacer la necesidad de justicia, seguridad y libertad de los ciudadanos ante los lógicos conflictos intersubjetivos que jalonan nuestra cada vez más compleja vida social.

Si ello es así, cabe legítimamente preguntarse el porqué. La respuesta, de nuevo, no puede ser más simple: porque así ya está bien. Y es en casos como el que apenas nos conmociona en estos días de adormecimiento general donde gráficamente se plasma la respuesta anterior, desactivando la retórica objeción de demagógica. En efecto, aun sin parangonar el complejo militar-industrial que denunciara Eisenhower en su despedida presidencial, sí existe un complejo empresarial-administrativo, interdependientes sus elementos vía clientelismos y subvenciones más o menos encubiertas, más o menos a fondo perdido. Consciente de ello, el legislador penal de 1995 da en la diana: castiga no sólo al contaminador, sino a los funcionarios que autorizan lo que no deben autorizar, que no vigilan lo que deben vigilar o que no denuncian las anomalías que perciben.

Hoy día, la lesión al medio ambiente, tal como se desprende de la sentencia del Tribunal Supremo de 30 de noviembre de 1990 (térmica de Cercs), resulta casi imposible si no se cuenta con la complicidad de las autoridades. Fuera del regazo protector de los entes públicos que norman, supervisan, inspeccionan y, en su caso, sancionan los desmanes en la actual sociedad de riesgo, la condena penal para el ciudadano -empresario o no- infractor no resulta descabellada. Si, en cambio, se busca la clueca pública y se le guía convenientemente -sin pisar para nada el Código Penal-, no sólo socializaremos las pérdidas, sino, lo que ya es más importante, el daño en nuestro medio de vida, aun a su propia costa. Es más, los administradores públicos, a fin de salvar sus responsabilidades personales, económicas y políticas, pueden devenir los más fieles aliados en el camino de escape de quien se enfrenta a indicios razonables de no haberse comportado conforme a derecho.

Es, según lo veo, en esta conjunción donde hay que situar el sistema orgánico y procesal que ha llevado a dictar la resolución que se ha dictado. Hay que esperar, y hay margen para ello, que tal resuelto sea revocado y podamos ver el día en que se abra el juicio oral. Para entonces habrá que desear igualmente que no se haya encontrado -o designado- una cabeza que cortar.

Joan J. Queralt es catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Barcelona y abogado.

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