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El premio de Umbral

Juan Cruz

Ha hecho tantas cosas, ha estado en tantas batallas, ha disparado desde tantas trincheras que es imposible que sobre su premio, el Cervantes que obtuvo esta semana, haya esa unanimidad que quieren los nostálgicos de las inquebrantables adhesiones. Pero nadie puede negarle a Umbral, jamás, encarnar una vocación literaria irrenunciable, abrigar dentro de su cuerpo castigado por la intemperie de la vida el espíritu indómito de un escritor que parece también un boxeador insomne. Jamás ha faltado a su cita, nunca; ha escrito, como hace Manuel Vázquez Montalbán, por ejemplo, como si temiera perder el empleo si no entrega a tiempo su artículo; ha explicado, en versos líricos de línea completa, su desilusión y su maldad; ha sido un maldito y un bendito, ha estado contra esto y aquello y, casi al tiempo, se ha manifestado a favor de esto y de aquello; como Miguel de Unamuno, se ha indignado y ha querido, siempre delante de las mismas cosas, y cuando ha insultado luego ha derramado una lágrima que el orgullo no le ha permitido aliviar. Es un personaje como hay pocos: últimamente arremetió contra el exilio, y con mucha justicia Antonio Muñoz Molina se lo recriminó en este mismo periódico; pero esta misma semana, cuando le dieron oportunidad en el periódico donde más claro dijo que los exiliados no fueron nada, aclaró que él no quiso decir eso, y ahí derramó la lágrima orgullosa a favor de sus agraviados; es probable que jamás limpie sus culpas, pero es seguro que jamás hay en su estado de ánimo la inveterada rabia de ofender que cultivan los que simulan mimarle.Le odian y le quieren, he escuchado las cosas peores y las mejores de Umbral, y todos podemos decir de él lo que está en lo alto y lo que está en lo bajo; le he visto mear en público y le he visto también acariciar la memoria de la gente, llorar literalmente dentro de la fabulación que es, hoy, la dacha de sus mejores tiempos. De todas las cosas posibles que es Umbral hay una sola que es sobre todas las demás: un escritor. Se equivoca, acierta, arriesga, vende o no vende, pero lo que hace es darle vuelta -ahora lo ha dicho, con humildad, pásmense, Umbral humilde, también lo puede ser- a su convicción personal: todo es memoria, y cuando yerra también está haciendo memoria de sus fallos.

Umbral. Víctor García de la Concha lo dijo, después de la concesión del Cervantes: es un creador de lenguaje. Miguel Delibes, su maestro, que con tanta pasión le alentó un día a ser él mismo, dijo que Umbral ya se merecía el premio desde hacía años. En sus tiempos en EL PAÍS le vimos crecer y consolidarse, como un hombre esquinado y rabioso y también como un niño caprichoso, tenía en sí mismo todos los defectos y todas las virtudes que son propias de los escritores, la vanidad a flor de piel y en realidad todo a flor de piel, el insulto y el abrazo, todo a flor de piel.

Mortal y rosa -ya es un tópico, pero nadie impedirá que meta esta historia en esta historia- le consolidó como el ser humano que es, con María España de fondo, llorando de veras una lágrima viva y humana de la que ninguno de los dos se ha desprendido. Y todo lo demás, sus memorias y sus artículos, los buenos y los menos buenos, los que le aplauden unos y los que le deploran otros, son consecuencia de esa capacidad personal, amargada e íntima, serena y cabreada, mortal y rosa, de la que todos alguna vez hemos bebido para entender qué cosas pasaban en la vida.

Claro que algunos se han querido apropiar de su premio -como el director de su periódico, que llegó a su casa, a la casa de Umbral, diciendo esa perla esencial: "Nos ha costado más tu premio que el indulto a Liaño"-, que tratan de hacer apropiación indebida de un ser humano que es también un escritor y que a veces, siendo tan fieramente humano, es tan sólo un escritor, con todos los defectos -es decir, las virtudes- que adornan la vida, la pluma y el pasado de todo escritor contradictorio.

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