¿De pie o de rodillas?
Conozco a quienes aún creen que los "exagerados" pronunciamientos de algunos intelectuales vascos se explican porque son o se sienten perseguidos por los bárbaros. No se les ocurre pensar que, si esos intelectuales son o se sienten perseguidos, se debe justamente a pronunciarse como se pronuncian. Y es que el horror político, salvo para quienes lo sufren de cerca, parece más fácil de detectar y condenar una vez que ha pasado que cuando es estrictamente contemporáneo. Seguramente esto vale para la mirada con que bastantes contemplan el duradero horror que se ha apoderado del País Vasco: algo les falta para poder analizarlo hoy con la misma perspicacia y condenarlo con parecida rotundidad con que lo harán mañana. Será que, mientras es coetánea, nos cuesta entender que la ignominia se instale y reproduzca gracias a la acción cotidiana de unos, que pueden ser nuestros vecinos o amigos, y también al consentimiento de los demás, entre los cuales debemos incluirnos.Así es el hombre y así ha sido la historia, desde luego. Pero la cuestión es si no hay entre nosotros personas, asociaciones o gremios de los que, en virtud de su particular opción politica o cultivo profesional, sería debido esperar una más intensa reflexión pública sobre aquel espanto. Son esos que, por disponer en general de mejores razones teóricas para comprender su naturaleza, cuentan también con mayores motivos para plantarle cara. A estas alturas de locura, se requiere algo más que la mera repulsa de la carnicería.
En el gremio de la filosofía práctica, al que me honra petenecer, se han dado meritorios pasos al frente. Bien es verdad que todavía algunos, maniatados por la supuesta complejidad del caso, aguardan a decir su científica palabra cuando ya no haga falta. Otros nos recuerdan que al mundo le acucian atropellos de mucha mayor cuantía, como si la sensibilidad ante los problemas lejanos justificara el desinterés hacia los próximos. Y los hay que saben responder hasta de la última coma del último texto del epígono postrero de Rawls, pero que nadie les pregunte por el sentido del documento más reciente del PNV y sus devastadoras consecuencias. Recitan de corrido los excesos del "comunitarismo", pero no los perciben cuando los tienen ante sus ojos. En fin, que, contra la advertencia de nuestro padre fundador, el riesgo sería quedarnos en filósofos, pero no prácticos; o sea, que la noción de ciudadanía nos preocupase más que convertirnos en buenos ciudadanos.
¿Y qué decir, en general, de los encantados con su izquierdismo de escaparate? No habrá que esperar al juicio de la Historia para emitir el nuestro. Ya sólo el haber difundido (y seguir difundiendo: véase IU o PSC) la "correcta" creencia en una cierta afinidad entre la condición de progresista y la de nacionalista es el gran pecado de esa presunta izquierda. Debería avergonzarle la grosería de su error teórico: el nacionalismo es doctrina reaccionaria, política de derecha y, cuanto más extremo, más se desplaza hacia la extrema derecha. Pero no es menor la enormidad de su principal efecto práctico: porque una tarea de construcción nacional no sólo se emprende a expensas de la construcción democrática, sino que posterga hasta el día feliz de la independencia la construcción social que pregona. ¿O no ha sido precisamente el falso "problema vasco" el que en esa tierra ha absorbido, desviado, dilapidado durante un par de generaciones las energías que habrían sido invertidas en hacer una sociedad, no más identitaria, sino más justa?
Estos reniegan con razón de la vitola monárquica en una Constitución moderna, pero, puestos a adaptarse a la moda multicultural del día, se acogen a la fórmula medieval de los "derechos históricos". Y, por si fuera poco, los que aún viven de exhibir las medallas de su pasado antifranquista se inclinan a otorgar algún crédito a quienes supuestamente se batieron en el mismo bando. Como si aquella ETA de los orígenes hubiera luchado contra el Caudillo en pro de los derechos civiles de los españoles, y no más bien -igual que ahora- a favor tan sólo de los totalitarios derechos colectivos de su Pueblo.
Pero el Estado, ya se sabe, es por naturaleza perverso, "el monstruo más frío", y aquello que se le enfrente ha de contar con la calurosa adhesión de un progresista que se precie. Más todavía si su gobierno está en manos de la derecha... Sólo que uno puede ser adversario de la derecha en casi todo y por graves y numerosas razones, pero no hallar ninguna suficiente para distanciarse de ella a la hora de combatir el terrorismo. Para aquéllos, en cambio, si la política antiterrorista es la de un gobierno conservador, entonces ha de ser tan nefanda (o casi) como la barbarie terrorista. Es electoralista y partidaria, vocean. Naturalmente, tan partidaria y electoralista, por definición, como la de todo partido, mas lo único que importa es si aquí su interés particular concuerda o no con el general. Es que "criminaliza" al nacionalismo, añaden. Lo cierto es que criminaliza, por lo pronto, a los criminales; y, cuando hay conexión manifiesta entre el crimen, sus presupuestos teóricos y sus objetivos políticos, tendrá (tendremos) no ya el derecho sino el deber de cuestionar la ideología que se apoya en los unos y justifica los otros. Porque las ideas no delinquen, pero algunas animan a delinquir y, en este caso, a delinquir contra todos.
Claro es que siempre habrá a mano un mecanismo automático por el cual quien oficia de progresista ha resuelto sin más esfuerzo su posición política: siempre la opuesta de la que ocupe el conservador. Es el mismo automatismo que le inmuniza frente a toda crítica. Porque no hay forma más galana de blindarse al exterior que la de suponer que cualquier objeción, sin parar mientes en sus argumentos, sólo puede provenir del enemigo o hacerle el caldo gordo. Así es como muchos que hace tiempo dejaron de pensar acusan al resto de mantener un pensamiento único. Con la derecha ni al cielo, y basta que un asomo de verdad pueda estar del lado conservador para que nuestro sectario la rechace sin más como cosa insensata. Tremenda confesión de impotencia la de suponer que un solo acuerdo con el contrincante cancelaría la lista entera de nuestros desacuerdos con él o nos incapacitaría para proseguir su denuncia. A poco que se rasque, la razón resulta más simple: es la pereza interesada de quien se niega a revisar sus adhesiones para que no padezca su autoestima; el temor a entrever su probable error del pasado y quedarse de pronto desprovisto de una digna biografía y del tibio calor de "los suyos".
No es de extrañar entonces que, de cesión en cesión, se convoque a la rendición final. El a menudo perspicaz Haro Tecglen concluía hace unos días su columna con la propuesta de dialogar hasta con el propio criminal, sencillamente "para que no nos mate". ¿Y a cambio de qué? se impone preguntar. Los que alli residimos salvaremos la vida a cambio de nuestra muerte moral y civil; el resto de españoles, al precio de una secesión política carente del menor sustento en argumentos de justicia. Cuesta comprender que semejante exhortación a vivir de rodillas la pronuncie un "rojo" que sufrió bajo otra dictadura precisamente por no consentir arrodillarse.
El quid reside en desconocer todavía el rostro del enemigo, que es -mate o no mate- el nacionalismo étnico. Esto no es una tesis académica, a ver si se entiende, sino una experiencia trágica. Con el más empedernido liberal me tocará enfrentarme en múltiples cuestiones concernientes a nuestra organización colectiva, pero el supuesto intocable de tal conflicto (y de su eventual arreglo) es el recíproco reconocimiento de nuestros derechos como conciudadanos. Pues bien, ese puente que nos vincula, ese terreno que ambos pisamos, es lo que el etnonacionalista tiene que dinamitar y ha dinamitado. Al concebir su etnia imaginaria como la raya de demarcación entre los sujetos políticos (Pacto de Estella, Udalbiltza, censo de patriotas), al pretender marcarla en mitad de una sociedad cultural e ideológicamente diversa, instituye derechos políticos desiguales y niega la común ciudadania. Frente a semejante diferencia étnica, todas las demás igualdades y diferencias civiles palidecen o se borran. Este es el carácter esencial de su doctrina y, por tanto, de su práctica; lo que la vuelve incomparable con cualesquiera otras que se quieran democráticas.
Mientras no renuncien de hecho a ese carácter, no hay diálogo posible. Pero no porque tengamos por irreformable la letra de la Constitución, sino tan sólo su espíritu; ni tampoco porque abominemos de las infundadas metas de los de aquí y de los medios cruentos de los de allá, sino antes todavía porque no podemos aceptar las premisas de ninguno de ellos. El diálogo es imposible porque ese nacionalismo niega su requisito previo: un espacio, un lenguaje, una moralidad común entre los interlocutores. Por eso sus portavoces no deberían fingir que se escandalizan de nuestra reclamación: si mantener su doctrina -no digo cultivarla en privado, sino plasmarla en lo público- es un derecho suyo, entonces los demás vascos nos quedamos sin derechos. Sencillamente no podríamos vivir juntos, porque son derechos excluyentes. De suerte que aquí no está en juego un punto más o menos enrevesado de nuestra política, sino el punto cero de toda política: decidir si nos damos garantías de seguridad y libertad para todos. No estamos ante un problema de derechas o izquierdas, sino ante el límite desde el cual es posible emprender una política conservadora o progresista. Ni siquiera es algo a merced de la mayoría (porque ninguna mayoría puede decretar que unos sean más ciudadanos que otros), sino anterior a ella y fuera de su arbitrio.
El sentido político más básico, y hasta el de mera supervivencia, han cuajado por fin en un pacto contra el terror entre los dos partidos mayores. Si aún guardaran capacidad de cordura o, en los casos más graves, de conversión, a él deberían sumarse otros cuantos grupos de izquierda e incluso nacionalistas. Pues, a corto plazo, en el País Vasco no cabe más salida que vencer en las urnas a los unos y desarmar por completo a los otros. Y a largo plazo, robustecer la conciencia civil de todos.
Aurelio Arteta es catedrático de Filosofía Politica en la Universidad del País Vasco.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.