Viaje al epicentro del horror en Chernóbil
El cierre de la central no acaba con el peligro del reactor que saltó por los aires en abril de 1986
Riesgos variados
El esfuerzo ciclópeo que hicieron decenas de miles de seres humanos para contener la radiación que vomitaban los restos del reactor número 4 se aprecia en toda su magnitud al visitar el interior del sarcófago que esa gente construyó poniendo en peligro la vida. La central nuclear de Chernóbil se clausura mañana, pero las consecuencias de la catástrofe del 26 de mayo de 1986 perdurarán.Lo que se ve dentro es sobrecogedor. Hay escaleras siniestras que conducen hasta el techo del sarcófago. Desde una galería, impresionante, se abrieron orificios a diversos niveles hacia la sala del reactor. Se trataba de llegar al epicentro del horror.
El sarcófago de Chernóbil mantiene su amenaza
Para entrar al sarcófago, hace falta una autorización especial de la dirección de EL PAIS en la que se acepta el sometimiento a una dosis radiactiva importante, aunque teóricamente no peligrosa para la salud. Hay que firmar documentos en los que se acepta el riesgo de radiaciones ionizantes, la ausencia de ventilación, la caída ocasional de materiales, apagones y otras amenazas cuya relación sería interminable.Hay que desnudarse, ponerse dos pares de pantalones blancos, camisa, chaqueta, gorro, calcetines, guantes, casco, botas, chaquetón y máscara con filtro. Con eso, y un dosímetro que mide la radiación acumulada, se inicia la incursión, por una entrada en la que trabajan varios albañiles en turnos de sólo hora y media.
Lo que hay dentro es impresionante. Ahí está la sala de control del reactor número 4, respetada por la explosión, aunque reducida a una ruina, como una casa que llevase 14 años deshabitada. No está el botón que, al ser pulsado, desencadenó la catástrofe. Se lo llevaron a EE UU. Queda el agujero sobre el que se encontraba y todos los paneles de control.
Con frecuencia hay que pisar soluciones de permanganato, de color rosa, que en teoría deben descontaminar las suelas de las botas. Y digo en teoría porque, al final, los controles de radiación no dieron la preceptiva luz verde, sino una roja acompañada con una sirena de alarma. El susto se quedó en la bota del pie izquierdo.
Hay escaleras siniestras, aunque aparentemente sólidas, que conducen casi hasta el techo del sarcófago. Desde allí se observa una impresionante galería descendente, construida después del accidente para abrir desde ella orificios a diversos niveles hacia la sala del reactor para detectar el lugar en el que se acumuló el veneno radiactivo. Se trataba de llegar al epicentro del horror.
No muy lejos, está la sala de bombas, completamente destruida, con restos de los miles de sacos llenos de materiales para enterrar el veneno atómico que se lanzaron desde helicópteros. Muchos de ellos -junto a miles de camiones, excavadoras, grúas y todo tipo de herramientas- están enterrados, envenenados para siempre.
No se puede estar en esa sala más de tres minutos. Hay zonas en las que la radiación es de hasta 5 roentgen. Aterra pensar que, en los días que siguieron a la catástrofe se trabajó allí transportando los materiales a mano. Peor aún fue peor en el techo, donde se acumularon enormes fragmentos de materiales radiactivos. Los liquidadores trabajaban en turnos de un minuto retirando los materiales más asesinos. Varios de ellos pagaron el esfuerzo con su vida.
El sarcófago está muy lejos de ser una estructura hermética y estable. Hasta hace un año era considerable el riesgo de que las vigas que sustentaban el techo se derrumbasen y provocaran otro desastre. Entonces se logró estabilizarlo, gracias a un gran esfuerzo económico y de ingeniería.
El enorme ataúd está, literalmente, lleno de parches. El agua y la nieve se cuelan por toneladas cada año. Dentro, la humedad y la corrosión hacen estragos, y no se sabe exactamente lo que ocurre en el corazón del reactor. Hacia fuera, la radiación se escapa por numerosas fisuras, lo que explica las altas cifras que registran los medidores. Por eso el sarcófago es una amenaza, la gran amenaza de Chernóbil.
Un nuevo ataúd de 130.000 millones
Durante años, el techo del sarcófago del reactor número 4 tuvo en vilo a los responsables de la central de Chernóbil y, más allá de Ucrania, a los llamados países donantes (entre ellos España) que, desde el fatídico 26 de abril de 1986, han contribuido económicamente para minimizar los efectos del accidente. El Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo ha sido el principal canal para la llegada de fondos.
Dos vigas de sujección (conocidas como B1 y B2), con sus bases muy inestables, amenazaban con derrumbarse. Las consecuencias habrían sido catastróficas. Pero se ha evitado ese Armaguedón con una complicada obra que tuvo un doble objetivo: reforzar las vigas y estabilizar la estructura. Al menos ese peligro quedó conjurado y no es previsible que se reproduzca antes del 2015.
Sin embargo, nadie podrá respirar tranquilo hasta que no se construya un nuevo sarcófago, que cubriría por completo al actual y que, esta vez sí, debería ser totalmente hermético. El de ahora fue levantado de urgencia entre abril y diciembre de 1986, cuando lo imperativo era controlar las emisiones de los dos centenares de toneladas de materiales radiactivos enterrados por las bravas, pero sin las necesarias garantías, tras el accidente.
Naturalmente, lo ideal sería que se extrajera del corazón de este gigantesco ataúd la totalidad del material radiactivo, pero ese objetivo roza la utopía. Buena parte de ese veneno seguirá ahí para siempre, o casi, sin que el paso del tiempo, medido en términos de la vida humana, lo vaya a hacer significativamente menos letal.
Ya se está construyendo un depósito de materiales y equipos para la gran obra, que se calcula que comenzará el año 2002 y se prolongará hasta el 2005. Hay tres proyectos en juego, todos los cuales prevén que el nuevo sarcófago encerrará al actual. La decisión definitivamente se tomará probablemente antes de que acabe el año.
Se calcula que el futuro ataúd costará unos 700 millones de dólares (más de 130.000 millones de pesetas) que, por supuesto, no saldrán de las exiguas arcas del Estado ucranio, hundido en una pavorosa crisis económica. Como en todo cuanto concierne a Chernóbil, será Occidente quien termine pagando la factura.
Cuando mañana se detenga el reactor número 3, medio mundo respirará aliviado, pero la pesadilla no habrá terminado. Antes de que la central pueda darse por efectivamente cerrada, pasarán muchos años de trabajo para extraer el combustible del reactor, poner a punto depósitos de almacenamiento y reprocesamiento, levantar nuevas plantas eléctricas y de calefacción, y, sobre todo, construir otro sarcófago. El actual no deja de dar sustos y, para acabar con ellos, no basta con poner parches.
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