_
_
_
_
_

El 'cementerio de elefantes' ruso en Cuba

Putin viaja a una isla con pocos vestigios físicos y políticos de la vieja relación con la URSS

La Embajada rusa en La Habana es el símbolo más elocuente de lo que significó para Cuba la hermandad socialista con la ex Unión Soviética. El edificio, una mezcla de bloque de hormigón y tótem fálico, ocupa una gran parcela en la mejor zona de Miramar y su silueta, coronada por una torre con antenas, rompe el paisaje: apabulla. Hasta 1992, cuando Moscú puso fin a tres décadas de colaboración y envió a casa a los 3.000 técnicos y 2.800 soldados que mantenía en la isla, en el interior de este edificio trabajaron cientos de funcionarios; hoy, la mayor parte de sus 16 o 17 plantas están cerradas.Al marcharse, los rusos dejaron en Cuba otros vestigios no menos vistosos: una central nuclear a medio construir en Cienfuegos; una refinería de petróleo, con capacidad para procesar tres millones de toneladas de crudo al año, que ha sido imposible echar a andar, y una gran fábrica procesadora de níquel sin terminar en la provincia de Holguín.

A este cementerio de elefantes hay que agregar 100.000 coches Ladas, 16.000 camiones Kamaz, 150 aviones (IL, Tupolev, Antonov) y una tecnología obsoleta repartida por el 60% de las 3.000 empresas y fábricas de la isla... Eso sin contar las herencias políticas e ideológicas, y el recuerdo que dejaron en esta isla del Caribe los ciudadanos soviéticos o rusos, da igual como se les llame, pues para los cubanos siempre fueron simplemente los bolos.

Los cubanos bautizaron muy pronto a los rusos con este mote por su tosquedad: parecían bolos de bolera, regordetes y tochos, siempre mal vestidos y con fama de alérgicos al desodorante. Aún en los tiempos en los que la URSS sostenía económicamente a Cuba, en las calles de La Habana los protagonistas de los chistes más hirientes eran los bolos, y el mito perdura hasta hoy.

En un tiempo llegó a haber más de 10.000 colaboradores y técnicos rusos en Cuba, pero nunca se mezclaron con la población. Tenían sus escuelas, sus barrios y sus tiendas, en las que les vendían ron, puros, alimentos, ropa y electrodomésticos a precios muy bajos. Con estas facilidades y la experiencia de 40 años de socialismo, los bolos se convirtieron enseguida en los reyes del mercado negro; los edificios en los que vivían eran verdaderos mercados.

Todo esto contribuyó a que su imagen en Cuba no fuese la mejor, y esta es una de las razones que explican por qué el viaje que realizará la próxima semana a la isla el presidente ruso, Vladímir Putin, no será un paseo triunfal. La visita de Putin, entre los días 13 y 15, tiene como objetivo declarado "relanzar" las relaciones entre los antiguos aliados. El mandatario ruso lo dijo recientemente en Mongolia: "No puede perderse este potencial acumulado".

Putin viajará a la isla acompañado de una decena de ministros y de 80 empresarios y hombres de negocios, pero tiene difícil lograr lo que se propone, si es que en realidad se lo propone. Tras la visita que hizo a la isla Mijaíl Gorbachov, en 1989, numerosas delegaciones rusas de importancia han estado en Cuba con el mismo propósito de reactivar las relaciones económicas. Las promesas han sido muchas: elevar el intercambio de petróleo por azúcar; fomentar la inversión y las empresas mixtas cubano-rusas, o encontrar un tercer socio que aporte parte de los 800 millones de dólares necesarios para echar a andar el primer reactor de la central nuclear de Juraguá.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

Sin embargo, poco o nada se ha hecho hasta ahora. El intercambio comercial, que en 1990 llegó a 8.800 millones de dólares, hoy apenas supera los 400 millones de dólares, y La Habana tiene razones más que suficientes para desconfiar de los nuevos empresarios bolos, cuyos antecesores les dejaron en la estacada. Quizás lo que mejor funciona es lo militar: la base de espionaje electrónica de Lourdes, que Rusia, como heredera de la URSS, tiene en la isla desde 1967, sigue funcionando. Pero las grandes obras inconclusas están ahí, igual que la Embajada rusa en la Quinta Avenida de Miramar: un mamotreto gris semivacío que rompe el paisaje de esta isla del trópico.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_