La narrativa española, de ayer y hoy
La prosa narrativa española ha vivido unas décadas de auge, empañada quizá por el algo menor nivel de calidad de los nuevos nombres, sin que falten algunas excepciones relevantes. Sus rasgos característicos, casi todos los que voy a apuntar se han aducido en una u otra ocasión, son: la libertad estética; la simultaneidad que no siempre la armoniosa convivencia de escritores de varias generaciones publicando obras de muy distinto alcance e interés; la madurez, el reconocimiento definitivo, de unos cuantos nombres que empezaron a publicar durante los últimos años de la dictadura franquista; la reciente aparición de una nueva hornada de autores que parecen -no todos, por fortuna- más interesados y formados en los medios audiovisuales que en la tradición literaria y cuya prosa se encuentra más emparentada con el esquematismo propio del guión cinematográfico que con la musculatura de la prosa narrativa; y el renacimiento, la consolidación o el surgimiento de géneros tratados a veces como menores, incluso por los propios escritores como el cuento y el microrrelato, el artículo literario, el diario, las memorias y los libros de viajes.Hasta no hace muchos años podíamos encarar las obras literarias inscritas en una tradición. Hoy, si queremos entender la narrativa actual, ya no basta con estar familiarizados con la historia literaria, sino que además es preciso conocer los mecanismos que utiliza el mercado, ese variopinto conglomerado en el que editores, agentes, medios de comunicación (crítica incluida) y público lector dictan unas leyes que cada vez tienen menos que ver con lo literario.
El artículo de Fernando Valls titulado La narrativa española, de ayer y hoy publicado dentro de un volumen editado por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte con motivo de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (México) traza un panorama de la novela aparecida en España en el último medio siglo
Un total de 83 novelistas, que corresponden a generaciones, estilos y escuelas muy diferentes, aparecen citados en el mencionado artículo.
Todo ello ha hecho que la novela siga siendo el género por excelencia, el territorio de más prestigio, tanto para los escritores como para los lectores. Pero, en cambio, no siempre es ya el territorio de libertad que había sido. Y en este sentido, el cuento (pero también el artículo y el diario), menos condicionados por el mercado, se han convertido en el formato ideal para la experimentación, lo que quizás explique su auge.
Un día sí y otro también nos topamos con el lamento de que no se lee. Debe ser cierto, pero resulta paradójico que en un país en el que nadie parece tener ningún interés por la literatura haya tanta gente que desee ser novelista -no escribir, eso es otra cosa- y se publiquen tantos libros de ficción, hasta el punto de que algunos, incluso galardonados con premios suculentos, no pasarían del aprobado en el taller literario más benévolo.
Y aunque quizás en España no se lee lo que debiera, sin embargo existe -como nunca antes- un público lector de literatura española. No en balde, las tiradas y las ventas crecen y cada vez hay más escritores que pueden vivir de su obra. La conquista por los autores españoles de un público lector propio, que antes solía decantarse por la narrativa en otras lenguas o por la hispanoamericana, es una de las características más relevantes de este panorama.
En estos momentos de confusión, en los que todo parece valer lo mismo, en los que la literatura se mide más por la cuenta de resultados económicos que por su valor literario, la crítica está desaprovechando una oportunidad inmejorable para dignificarse y poner un cierto orden en tan turbio panorama, pero hoy no se dan en España las condiciones adecuadas, ni existen espacios de libertad suficiente para que el crítico pueda desempeñar con independencia su trabajo de análisis y valoración de las obras literarias.
Los cada vez más numerosos premios literarios, muchos de ellos generosamente dotados, han contribuido, y no poco, a este alboroto. Y no me refiero a los institucionales que desempeñan otra función. No existe ahora mismo, apenas, un premio que sea independiente y que, además, en los ultimos años haya servido como trampolín para descubrir a un autor o para consolidar una trayectoria iniciada. Así, los premios se han convertido en un elemento más de confusión, y su casi único objetivo consiste en llamar la atención, en conseguir que aumente el número de ejemplares vendidos.
Y aunque el sistema está perfectamente articulado, no por ello deja de generar los resquicios suficientes para que un autor pueda crear su obra al margen de sus condicionamientos más perversos.
La consolidación de la novela española contemporánea, tras la excelente década anterior, en la que se ponen unos sólidos cimientos, se produce en los primeros años setenta, con las obras de Juan Benet (Una meditación, 1970), Juan Goytisolo (Reivindicación del conde don Julián, 1970), Gonzalo Torrente Ballester (La saga/fuga de J. B., 1972), Luis Goytisolo (Recuento, 1973), Juan Marsé (Si te dicen que caí, 1973), José Manuel Caballero Bonald (Ágata ojo de gato, 1974) y Miguel Espinosa (Escuela de mandarines, 1974).
El ejemplo de los maestros hispanoamericanos (Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Juan Carlos Onetti, José Lezama Lima y Alejo Carpentier), pero también el de los autores más jóvenes (Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Guillermo Cabrera Infante), nos liberó del realismo más pobre y de un huero experimentalismo, aunque éste -su mejor fruto, aunque tardío, fue Larva (1983), de Julián Ríos- no fuera del todo inútil para el mejor desarrollo posterior del género. Todos ellos ensancharon el territorio de la prosa narrativa y mostraron, parece ser que era necesario, las posibilidades y los recursos latentes en nuestra lengua para novelar. Pero, además, sus obras eran una prueba fehaciente de que lo fantástico, en estilos tan distintos como los de Cortázar o García Márquez, era un procedimiento tan válido como cualquier otro para encarar la realidad de una manera crítica. Y, por último, el cultivo del cuento, la importancia que se le concedía al género, con una trayectoria guadianesca entre nosotros, fue capital para su renacer posterior en España. Un buen ejemplo es el de Julio Cortázar, pues pocas influencias tan constantes e intensas se han producido en España como las que generaron sus cuentos fantásticos. En los años posteriores quizá hayan sido Alfredo Bryce Echenique, Álvaro Mutis y, sobre todo, Augusto Monterroso los que más han calado por estos pagos.
Hoy, toda una serie de escritores, ya con una larga trayectoria, consagrados con su entrada en la Academia o con los premios más prestigiosos (Premio Cervantes, Príncipe de Asturias, Nacional de las Letras, Nacional de Literatura y el Premio de la Crítica), pero -sobre todo- por el valor de unas obras singulares y ambiciosas, siguen publicando y obteniendo el favor del público y el aprecio de la crítica más rigurosa e independiente. Pienso, y para no hacer la lista interminable voy a ceñirme a textos de la década pasada, en autores como Miguel Delibes (El hereje, 1998), José Luis Sampedro (La vieja sirena, 1990), José Jiménez Lozano (El mudejarillo, 1992), Francisco Nieva (Granada de las mil noches, 1994), Ana María Matute (Olvidado rey Gudú, 1996), Carmen Martín Gaite (Nubosidad variable, 1992), José Manuel Caballero Bonald (Campo de Agramante, 1992); Juan Goytisolo (Carajicomedia, 2000), Luis Goytisolo (Estatua con palomas, 1992), Juan Marsé (El embrujo de Shanghai, 1993), el único autor español que ha obtenido el premio Juan Rulfo; Francisco Umbral (Leyenda del César Visionario, 1991), Manuel Vázquez Montalbán (Galíndez, 1990), José María Guelbenzu (La tierra prometida, 1991) e Isaac Montero (Ladrón de lunas, 1998).
Entre los autores consagrados, quizás el más controvertido haya sido Camilo José Cela, cuyas últimas obras han sido recibidas con división de opiniones, con escaso entusiasmo. En cambio, Juan Benet, fallecido en 1993, parece haberse consagrado definitivamente como la primera referencia de algunos de los más brillantes escritores actuales. Su lección, digámoslo así, ha sido la de la complejidad y la de la exigencia, la de la búsqueda de un estilo propio para plasmar a través de la ambigüedad y la abstracción su visión mítica de España. Otro autor que se ha ido convirtiendo en imprescindible, el valor de su obra no para de crecer, es Miguel Espinosa (1926-1982). Escuela de mandarines (1974) o Tríbada (1980-1984) ya tienen el alto reconocimiento que merecen.
No quiero olvidar a tres escritores cuya obra, escrita al margen de la 'oportunidad' que tanto valora el mercado, respeto y aprecio no menos que la de los citados. Me refiero a Cristóbal Serra, Antonio Rabinad y Luciano G. Egido. El primero (en Ars quimérica, 1997, se recoge toda su obra), escritor siempre a contracorriente, es autor de una obra experimental que tiende a la subjetividad a través de la quintaesencia y el fragmento. El segundo (Memento mori, 1981 y 1997) ha reconstruido en sus relatos el mundo de la Barcelona derrotada por la guerra y la posguerra, con no menos furor y tristeza que afán testimonial. Y Egido (El cuarzo rojo de Salamanca, 1993, y El corazón inmóvil, 1995) ha sustentado sus novelas en el lenguaje, en el estilo, y en unas historias perfectamente trabadas, en las que se muestra la ambigüedad y complejidad de las relaciones humanas, de las pasiones amorosas, a menudo llevadas a los límites.
Pero quisiera centrar mi comentario, sin obviar el valor de todos los autores citados, en aquellos otros que empezaron a publicar a lo largo de los setenta y que hoy están en plena madurez, con una obra ya consolidada. Si algo los caracteriza es, tras un cierto experimentalismo en boga -en el paso de los años sesenta a los setenta- su vuelta al cultivo de una narrativa más legible, producto quizá del respeto por un lector familiarizado con la ficción que desea disfrutar con lo que lee. Creo que es también en la obra de estos autores donde hallamos con mayor naturalidad la asimilación de las aportaciones técnicas y estilísticas de la novela estructural y del lenguaje poético. Pero también la asunción plena de la propia tradición narrativa, de los maestros de la literatura hispanoamericana a los españoles, Cervantes, Baroja, Valle-Inclán y Ramón Gómez de la Serna. ¿La obsesión de algunos personajes de Luis Mateo Díez, Muñoz Molina o Luis Landero (Juegos de la edad tardía, 1985) por vivir la vida en la ficción, dado lo insatisfactorio de la realidad, no es un resabio cervantino? ¿Acaso no hay mucho de barojiano -Baroja es hoy un valor en alza- en las obras de Mendoza, Trapiello y Sánchez-Ostiz, autor de un libro reciente sobre el autor vasco? ¿No son Vila-Matas y Millás nuestros escritores más ramonianos? No en balde, Gómez de la Serna es otro de los prosistas contemporáneos más revalorizados. ¿Y no son quizá Muñoz Molina y Almudena Grandes los más galdosianos? ¿Puede entenderse la obra de Luis Mateo Díez sin la bien aprendida lección de Galdós y Valle-Inclán?
A los clásicos debates sobre lo rural o lo urbano, sobre la necesidad de tratar una realidad inmediata, se añade ahora la disputa entre un narrativa sobre la literatura, sobre la creación, o sobre la vida. Y aunque parece definitivamente decantado por la segunda opción, no por ello los narradores han dejado de tener una gran querencia por lo metaliterario, por lo que no es infrecuente la presencia de una cierta hibridez.
Los críticos, sobre todo los hispanistas, vienen llamando la atención sobre la influencia de los rasgos más característicos de la posmodernidad en la novela. Es muy posible que así sea, pero los escritores han permanecido mudos e indeferentes ante semejantes encasillamientos. En fin, de lo que no cabe duda es de que en numerosas novelas se han reutilizado ciertos procedimientos de la literatura de género. Los ejemplos más evidentes (el pionero debió ser el argentino Manuel Puig) son los de Eduardo Mendoza (La verdad sobre el caso Savolta, 1975) y Manuel Longares (La novela del corsé, 1979). Y quizás ello explique también un cierto auge de la narrativa de género (policiaca, erótica, histórica...), sobre todo durante los años de la transición democrática. En este territorio, un nombre imprescindible es el de Vázquez Montalbán (Los mares del sur, 1979) y su serie de narraciones protagonizadas por el detective Carvalho, aunque hay que recordar también las obras de Andreu Martín y Juan Madrid.
La normal incorporación de la mujer a la vida laboral y cultural en España, su importante presencia en la producción literaria, tenía que traer consigo una relectura de la tradición y el consiguiente debate, que ya se había producido en otros países, sobre la posible existencia de unos rasgos diferenciadores en la literatura escrita por mujeres. Y aunque éste no se ha producido con la complejidad y el rigor que era de esperar, pues la mayoría de las autoras se resisten a ser encasilladas, quisiera llamar la atención sobre dos últiles ensayos, uno histórico y el otro teórico, que pueden valer como punto de partida para la reflexión. Me refiero a los libros de Biruté Ciplijauskaité (La novela femenina contemporánea, 1970-1985. Hacía una tipología de la narrativa en primera persona, 1988) y Laura Freixas (Literatura y mujeres, 2000), en el que la narradora y editora defiende la existencia de una literatura femenina con una tradición específica.
En estas décadas que nos ocupan han surgido autoras tan singulares, y tan distintas en sus concepciones literarias, como Esther Tusquets (Para no volver, 1985), cuya primera novela, El mismo mar de todos los veranos (1978), puede considerarse pionera en una determinada manera de encarar la realidad, insólita entre nosotros; Ana María Moix (Vals negro, 1994), Rosa Montero (Temblor, 1990), Paloma Díaz-Mas (La tierra fértil, 1999), Mercedes Soriano (Historia de no, 1989), Almudena Grandes (Malena es un nombre de tango, 1994) o Clara Sánchez (Últimas noticias del paraíso, 2000). La calidad y el rigor de estas obras, en las que se cultiva el realismo y lo fantástico, la novela histórica y la futurista, entre el culturalismo y la visión crítica de la historia y del presente, han ensanchado el imaginario de los lectores.
El fin de la transición política, si es que se ha producido, lo que no acaba de poner de acuerdo a los historiadores, trajo también una importante cantidad de obras en las que la crítica generacional, las ilusiones perdidas de unos jóvenes que creyeron en la revolución, en un mundo más justo y mejor, y la crítica a la corrupción durante los años de gobierno socialista, desempeñaba un papel protagonista. En la obra de Millás, Merino y Rafael Chirbes contamos numerosos ejemplos. En Visión del ahogado, 1977), del primero; y en Imposibilidad de la memoria, o en El centro del aire (1991), un cuento y una novela, del segundo. Chirbes vienen narrando, como ningún otro autor, las peripecias vitales de una generación, la suya, que apoyó, junto a la necesidad de olvidar, una mal entendida modernización. Sus tres primeras obras (Mimoun, 1988, En la lucha final, 1991, y La buena letra, 1992) son -ha escrito- el "retrato de una generación" de impostores que "ha pasado de la rebeldía al poder y ha sido vampirizada por él, sin, en apariencia, darse cuenta". También se plantean estas cuestiones en algunos de los memorables artículos de A favor del placer (1993), de Manuel Vicent. Y entre los escritores más jóvenes, en la excelente novela de Belén Gopequi, La conquista del aire (1998). Lo curioso, al respecto, es que frente a la visión -en general- complaciente de los historiadores, los autores de ficción, con casi unanimidad absoluta, han dado una visión muy crítica de este periodo.
En fin, si alguien quiere saber que ha sido la nueva novela española en estos últimos años tiene un amplio número de títulos en los que detenerse, donde sorprenderá la variedad temática y estilística. Es imposible citar siquiera aquí todos esos títulos, pero sí me gustaría llamar la atención sobre unos autores y unas obras que considero imprescindibles. En esta necesariamente incompleta lista habría que incluir en primer lugar a Eduardo Mendoza (La verdad sobre el caso Savolta, 1975, y La ciudad de los prodigios, 1986), porque -aparte de su indiscutible valor literario- su primera novela ha sido considerada como el paradigma de un nuevo periodo literario. Juan José Millás (El jardín vacío, 1981, El desorden de tu nombre, 1988, y El orden alfabético, 1998) es un autor cuyo estilo ha ido transformándose, siempre en busca de nuevas vías de exploración de ese mundo fantástico que es la realidad. Javier Tomeo (El castillo de la carta cifrada, 1980, Amado monstruo, 1985) ha publicado una ya abundante y singularísima obra narrativa, en un estilo que se caracteriza por lo sintético, en la que el diálogo es siempre el motor de una delgada trama.
En las obras de Luis Mateo Díez (La fuente de la edad, 1986, Camino de perdición, 1995, y La ruina del cielo, 1999) adquiere relevante importancia la memoria, lugar de confluencia entre lo imaginario y lo real; el diálogo, pues sus personajes se muestran hablando; el humor como vía de distanciamiento y de lucidez, y esas atmósferas fantasmagóricas en las que casi siempre se desenvuelven sus protagonistas. José María Merino (La orilla oscura, 1985), autor también de importantes libros de literatura juvenil, ha narrado la búsqueda de la identidad de unos personajes que se debaten entre lo cotidiano y lo sorpresivo e inverosímil. Pero si hay un autor que haya transitado entre los géneros hasta dar con uno propio ése es Enrique Vila-Matas. Entre su plural producción ha cultivado con fortuna el cuento, la novela y el artículo, es necesario destacar la Historia abreviada de la literatura portátil (1985), El viaje vertical (1999) y Bartleby y compañía (2000).
Javier Marías (Corazón tan blanco, 1992, y Mañana en la batalla piensa en mí, 1994) es el autor que ha tenido un mayor reconocimiento internacional. Su obra surge como producto de la insatisfacción ante su propia tradición novelística, que no narrativa. Y se ha ido decantando hacia el tratamiento literario de toda una serie de asuntos de la vida cotidiana, de la vida real, trastocando los géneros tradicionales, y llamando la atención sobre la insuficiencia de los moldes narrativos clásicos para contar ciertos asuntos, así como sobre la dificultad que entraña compaginar con credibilidad biografía y ficción.
Cultiva Julio Llamazares (La lluvia amarilla, 1988, y Escenas de cine mudo, 1994) un estilo lírico, reflexivo, pero escueto, que se sustenta sobre todo en la precisión y cuyo principal objetivo consiste en indagar sobre el paso del tiempo y la naturaleza de la memoria. Las historias que relata Gustavo Martín Garzo (El lenguaje de las fuentes, 1993, y El pequeño heredero, 1997) provienen de un sentimiento de asombro ante la vida, pero también de los mitos, de las historias bíblicas, de las leyendas y de los cuentos populares. Toda su obra es una manera de mostrar lo universal e intemporal, la complejidad de sentimientos que se dan en esos pequeños mundos, pero sobre todo tratan de la imposibilidad de conseguir ese anhelo básico que es la felicidad.
La obra de Justo Navarro (Accidentes intímos, 1990, y La casa del padre, 1994) se construye como una indagación en el pasado como una manera de entender el presente, de que el lector ponga en cuestión sus certezas. En la obra de Eduardo Mendicutti (Una mala noche la tiene cualquiera, 1982, y El palomo cojo, 1991) conviven en perfecta armonía la trascendencia y el humor, en unas historias de apariencia banal en el tratamiento de la sexualidad, de la homosexualidad, pero con una hondura soterrada y una sorprendente creatividad verbal.
Antonio Muñoz Molina (Beatus ille, 1986, y El jinete polaco, 1991) empezó cultivando una literatura sustentada en la ficción, en la cultura, construyó después unas obras fundamentadas en lo autobiográfico hasta decantarse por un tratamiento moral de la realidad del presente, de algunas de sus mayores lacras, como la violencia. Álvaro Pombo (El metro de platino iridíado, 1990, y Donde las mujeres, 1996) es autor de una obra con muy distintos registros, en la que se compagina a la perfección el pensamiento, la ironía y el humor, el tratamiento realista y el simbólico.
La fórmula para triunfar de Arturo Pérez Reverte (La tabla de Flandes, 1990, y Territorio comanche, 1994) es bien sencilla: novelas dirigidas a un público amplio, bien escritas y mejor armadas, que se leen de un tirón por lo atractivo de sus temas y lo inteligente de sus planteamientos. Nada más y nada menos.
Pero quizás uno de los fenómenos más enriquecedores ha sido el cultivo y la dignificación de otros géneros narrativos, como el cuento, el microrrelato, el artículo literario, la literatura de viajes y los libros de memorias. Y todo ello creo que puede estar estrechamente unido a lo que podría llamarse la disolución de los géneros narrativos.
El cuento ha vivido en estas tres últimas décadas un periodo de esplendor, como en ningún otro momento de nuestra historia literia. A la reciente revalorización de autores como Medardo Fraile y Antonio Pereira, o al incuestionable magisterio de Juan Eduardo Zúñiga (Largo noviembre de Madríd, 1980, y Flores de plomo, 1999), se han unido las obras de autores como Álvaro Pombo (Relatos sobre la falta de sustancia, 1977), José María Merino (Cuentos del reino secreto, 1982, y Cuentos del Barrio del Refugio, 1994), Luis Mateo Díez (Brasas de agosto, 1989), Cristina Fernández Cubas (Mi hermana Elba, 1980, y Con Agatha en Estambul, 1994), Juan José Millás (Primavera de luto y otros cuentos, 1992), Enrique Vila-Matas (Suicidios ejemplares, 1991, e Hijos sin hijos, 1993) y Javier Marías (Mientras ellas duermen, 1990, y Cuando fui mortal, 1996).
Tampoco quiero olvidar el surgimiento de un fenómeno tan interesante como el del microrrelato que tanto y con tanta fortuna se ha cultivado en Hispanoamérica. Tras el libro pionero, y magnífico, de Max Aub, Crímenes ejemplares (1957), publicado en México, ha cuajado en otros tan atractivos como las Historias mínímas (1988), de Javier Tomeo; Misterios de las noches y los días (1992), de Zúñiga; La sombra del obelisco (1993) y El domador (1995), de Rafael Pérez Estrada; El cogedor de acianos (1993) y Un dedo en los labios (1996), de José Jiménez Lozano, o Los males menores (1993), de Luis Mateo Díez.
En el artículo literario, un género en el que el pensamiento se compagina con la voluntad de estilo, hay cuatro maestros indiscutibles: Rafael Sánchez Ferlosio, Manuel Alcántara, Francisco Umbral y Manuel Vicent (su A favor del placer, 1993, es un libro imprescindible para entender estos nuevos tiempos). A ellos habría que añadir los nombres de Félix de Azúa (quizá sea en el artículo breve donde su prosa sea más acerada), Javier Marías, Andrés Trapiello, Antonio Muñoz Molina, Miguel Sánchez-Ostiz, Fernando Ortiz, Julio Llamazares, Gustavo Martín Garzo, Manuel Rivas y Enrique Vila-Matas. Pero querría llamar la atención sobre los articuentos de Millás (Algo que te concierne, 1995, y Cuerpo y prótesis, 2000), unos textos que -más allá de su propio valor- se han convertido en campo de experimentación estética de sus últimas novelas.
Un auge similar se ha producido en la literatura de viajes, los diarios y los libros de memorias. Buena prueba del primer género son los volúmenes de José María Merino y Juan Pedro Aparicio, Julio Llamazares o Javier Reverte. En el cultivo del diario han destacado José Jiménez Lozano, Andrés Trapiello y Miguel Sánchez-Ostiz. Y en la literatura memorialística, a los ya clásicos volúmenes de Carlos Barral, Francisco Ayala y Juan Goytisolo hay que añadir los de Caballero Bonald, Jesús Pardo, Antonio Martínez Sarrión, Carlos Castilla del Pino, Adolfo Marsillach, Antonio Rabinad y Arcadi Espada, seguramente uno de los periodistas (articulista, cronista, reportero, ensayista...) más independiente y brillante de estos últimos años.
Entre los escritores más jóvenes quiero destacar la obra de Belén Gopeguí, ya citada, que junto a Juan Miñana, Antonio Soler, Luis Magrinyá, Fernando Aramburu, Javier Cercas y Andrés Ibáñez, quizá sean los nombres nuevos más prometedores. Sus libros no son, sin embargo, ni los más vendidos, ni -en la lógica falaz del sistema- los más conocidos, aunque sí los más apreciados por los lectores exigentes y por la crítica más atenta. Ninguno cultiva esa narrativa de usar y tirar (kleenex, tetrabrick, se le ha llamado) tan en boga hoy. Ellos son, en cambio, algunos de los nombres de los que más se espera, de hecho ya son autores de novelas y cuentos de sumo interés.
Si algo, en fin, caracteriza a la mejor narrativa española hoy (siempre ha sido así, por otra parte) es la búsqueda incesante de nuevos caminos, de nuevos procedimientos para mostrar una realidad, la del momento, cada vez más compleja y fluctuante. Así, realismo crítico y fantasía, cosmopolitismo y enraizamiento, e hibridez genérica, son algunas de las peculiaridades más llamativas de la narrativa de estas dos últimas décadas. Algunas de sus virtudes, pero también varios de sus defectos, provienen de la asimilación de la narrativa inglesa, norteamericana y centroeuropea que tanta repercusión ha tenido en España.
Creo que no es pecar de optimista si afirmo que nunca, en la historia literaria española contemporánea, se había producido un tan alto nivel medio de calidad. Para el lector quizás el problema estribe en elegir entre tantas opciones, en no dejarse deslumbrar siempre por los escritores mediáticos, por aquellos que obtienen los premios comerciales. Por todo ello, la cuestión palpitante quizá estribe hoy en distinguir, entre tantas novedades, el grano de la paja, lo sustancial de lo perecedero.
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