Del riesgo al peligro
Dicen que la sociedad del riesgo es democrática -que ante el riesgo, el de las vacas locas, por ejemplo, todos somos iguales-. Que los técnicos encuentren indicios de que la legionella ha acampado en un hotel de lujo no hace más que confirmar que el dinero no basta para ponerse a salvo en una sociedad que genera continuamente nuevas razones para alimentar la hipocondría social. La esperanza de vida ha doblado en un siglo y, sin embargo, la sociedad siente el acoso de nuevas amenazas -algunas, como el sida, con toda la carga simbólica de la destrucción y el sexo-. Todos estamos expuestos, pero unos tienen más recursos para defenderse que otros. Basta ver el mapa mundial del riesgo para darse cuenta de ello. En unas partes la plaga está frenada, en otras (África, por ejemplo) se lo ha comido casi todo.Pero volvamos a las sociedades europeas, con la aparente asepsia de los productos envasados, con control sanitario y fecha de caducidad. La ciudadanía alejada de los debates ideológicos, porque tiene la sensación de que los cambios están llegando por otro lado -el de la aceleración y la tecnología-, y estimulada por las promesas de la ciencia -todo el mundo sabe que no es inmortal, pero nadie acaba de creérselo- es a la vez exigente y temerosa con todo aquello que concierne a su cuerpo. La otra cara de la industria del gimnasio y del footing es el miedo al contagio y el horror a la contaminación. Y así, cada nuevo riesgo modifica un tanto las conductas de la ciudadanía.
Si el sida afectó a la promiscuidad sexual, las vacas locas van a modificar la dieta. Durante algún tiempo, la fatalidad de las enfermedades -especialmente las sexuales, que son las que llevan siempre el peso de los tabúes- nos hizo pensar que la naturaleza era reaccionaria. Que lo era Dios ya lo sabíamos de antemano. Pero la sociedad del riesgo supone el reconocimiento de que estos peligros tienen causas conocidas, atribuibles casi siempre a la acción humana, efectos deseados o no de las estrategias de desarrollo. En vez de fatalismo, toca exigir responsabilidades.
Naturalmente, a la hora de buscar responsables se piensa en los gobiernos, que para eso están. No porque se crea siempre que ellos son los causantes del riesgo, sino por haber fracasado en su obligación de evitarlo. Los gobiernos son muy impotentes ante dos cosas: el poder del dinero y el poder de la costumbre. Lo dice el capón a la gallina en un diálogo de Voltaire: "Los hombres no tienen nunca remordimiento de las cosas que tienen costumbre de hacer". Basta que se pueda decir que lo hacen todos y hace mucho tiempo que se hace igual para que se acaben los remordimientos. En el principio se sabe que aquel método de engorde del ganado o aquella manera de alimentarlo tiene su riesgo. Pero basta que se haga costumbre para que todo el mundo lo olvide. Los gobiernos nos invitan a la competencia dura y prometen a los ciudadanos que así se bajarán los precios. Pero para que los precios sean bajos hay que reducir gastos y en la cadena de alimentación por la vía del abaratamiento se pueden colar muchos bichos raros.
Ante el riesgo, los gobiernos reaccionan desbordados y mal, como acaban de hacer los europeos con las vacas locas. En vez de resolver el problema lo aumentan, en vez de tranquilizar a la ciudadanía con medidas eficaces y ponderadas disparan la hipocondría que, por otra parte, se desencadena fácilmente en unas sociedades celosas de su bienestar. El riesgo es una inseguridad calculable y cuantificable. La torpeza de los gobiernos en la gestión de casos como el de las vacas locas no hace más que convertir los riesgos en peligros, es decir en inseguridades incalculables y aparentemente incontrolables. La inseguridad de los gobernantes -que se contradicen en sus versiones y en sus soluciones- aumenta el miedo de los ciudadanos. Y ante la presión de la calle, el político -temeroso de que caiga sobre sus espaldas cualquier agravamiento de la situación- corta por lo sano. Aun a riesgo de cargarse todo un sector de la economía, como está ocurriendo ahora con el vacuno. Después vendrán las precisiones técnicas y se verá la desproporción de las medidas tomadas. Pero el efecto ya es irreversible: la carne de vaca lleva el estigma de una enfermedad, y, además, de una enfermedad cargada simbólicamente porque afecta al alma moderna: deshace el cerebro hasta convertirlo en serrín. Descargando el peso del problema sobre un sector, se evita fijar las responsabilidades reales que siempre son individuales. Unos cometieron los abusos, algunos pagan sin tener culpa y la sociedad tiene que asumir la carga adicional de evitar con el dinero de todos el desplome definitivo del vacuno.
De la sociedad del riesgo, que debía ser una sociedad de la responsabilidad, la inseguridad de los políticos nos devuelve a la sociedad del peligro. Donde de nuevo ya nadie es responsable. Y donde vuelven a confundirse riesgos y fatalidades. La compulsiva conducta de los gobernantes en casos como el de las vacas locas -confusión informativa, contradicciones en las respuestas y medidas desproporcionadas y escasamente razonadas- forma parte de la que podríamos llamar la cultura de la flexibilidad. Como dice Beck: El Estado y la economía traspasan los riesgos a los individuos. Aunque sea a costa de destruir un sector de actividad o de aumentar la hipocondría social. Los gobiernos prohíben, en nombre de nuestra salud. Una vez han prohibido algo, todo lo demás es imponderable. Es su costumbre.
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