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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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'Barcelona closa' MERCEDES ABAD

La vida es endemoniadamente rara, qué duda cabe. Mi saldo personal, computado a lo largo de tres décadas y pico de meticuloso recuento, arroja ingresos diarios de no menos de 17 contradicciones flagrantes, 14 paradojas y media docena larga de abracadabrantes pruebas de que el absurdo es el único capitán que gobierna la nave. Si mi saldo bancario tuviera la mitad de ingresos, hace rato que sería más multimillonaria que la pobre niña rica de Athina Onassis.El otro día, sin ir más lejos, recibí una amable invitación de nuestro alcalde para asistir a una comida de mujeres del ámbito literario. Mientras me dirigía al palacete Albéniz en compañía de Flavia Company, autora de una espléndida novela titulada Melalcor, cuya mención viene al caso porque en ella nunca se llega a saber si los protagonistas son hombres o mujeres o ambas cosas a la vez, ambas ironizábamos sobre el carácter temático del encuentro. Si nuestro consistorio organiza comidas de mujeres, ¿hará también de vez en cuando alguna merienda de negros? No es mi intención ser ingrata, pero la verdad es que me resulta difícil sustraerme a la extrañeza de ser invitada a algo en mi calidad de mujer (cosa que ocurre cada vez con mayor frecuencia, por cierto), máxime cuando la cuestión del género dista mucho de ser un mérito mío. Y, además, como mujer puedo hacer unas virguerías increíbles, pero me temo que no pertenecen a la categoría de los talentos que una puede exhibir en una comida consistorial. Y eso que despeinar a Ferran Mascarell, que es el sueño de otra amiga mía que de momento prefiere agazaparse en el anonimato, puede tener su tema.

No soy la única que muestra cierta extrañeza al ser invitada a lo que sea como mujer y no como escritora. Durante la comida, Isabel Martí, editora de La Campana, y Flavia Company capitanearon el bando de las que consideran que los actos de mujeres, si a menudo se hacen con la mejor intención, no son ni buenos, ni interesantes ni plurales y, más que paliarla, ahondan en la desigualdad. Como lo sintetiza admirablemente Laura Freixas en su ensayo Literatura y mujeres, cuando se subraya la pertenencia a un sexo, por encima de las opciones ideológicas y estéticas, que al fin y al cabo son lo que importa, "se refuerza la idea de que los hombres son individuos, mientras que las mujeres son más bien avatares de una única identidad ('la mujer')".

De hecho lo del factor mujer se reveló enseguida como un elemento muy poco vertebrador. Tras un breve parlamento destinado a romper el hielo y en el que Joan Clos lució con notable coquetería intelectual sus conocimientos acerca del ADN citoplasmático, las asistentes empezaron a dibujar un panorama tan negro como los espaguetis de tinta de calamar que acababan de servirnos. Abrió el fuego Nuria Amat, que hizo un retrato de una ciudad cada vez más pequeña y cerrada -¿Barcelona, ciutat closa?-, que no apoya lo suficiente a los escritores que utilizan la lengua castellana y que día a día pierde protagonismo cultural en favor de Madrid, la eterna rival. Si algunas colegas se adhirieron a la opinión de Amat, arguyendo que la mayor parte de los editores de aquí prefieren promocionar en Madrid los libros en castellano, que los bolos nos llevan más a menudo fuera de Cataluña que dentro de ella y que el periodismo cultural barcelonés hace a menudo caso omiso de la presencia de visitantes extranjeros que vienen a dar charlas por estos pagos, ninguneando así actos importantes, las escritoras en lengua catalana no tardaron en discrepar y en hacer suyo el agravio comparativo, con lo que el victimismo de ambos bandos quedó más o menos en tablas. Sólo la agente literaria Anna Soler-Pont se sintió en la obligación de recordar que, haya o no haya apoyo institucional, los libros que conquistan el mercado allende nuestras fronteras suelen ser libros buenos y que, sin esa premisa de calidad, no hay terapia de shock que valga.

El acto dejó un regusto extraño, aunque tal vez tuviera la virtud de informar a nuestros ediles acerca de la no menos extraña situación de la literatura en este país. Pero no hay duda de que lo mejor de todo fue tener el privilegio de oír declarar a Ana María Matute, que llevaba el brazo escayolado: "Yo no soy una mujer, soy un puzzle".

Jose Maria Tejederas Chacon

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