Los otros madrileños
Enrique Vila-Matas, que presentó ayer en Madrid su libro Desde la ciudad nerviosa, tiene la costumbre de hacerse pasar por otro aun en los lugares más remotos y en las ciudades menos nerviosas; elige como igual, a veces, al escritor andaluz Justo Navarro; no es el único que se hace pasar por otro. Rafael Azcona, el escritor y guionista al que la Comunidad de Madrid acaba de premiar por su trabajo en el cine, ha buscado otros para esconderse en personas que no se le parecen en absoluto, como su colega José Luis García Sánchez o como su amiga Josefina Aldecoa; la hermana de Azcona, que sigue viviendo en Logroño, donde nació este riojano hijo de sastre, le dijo la primera vez que le vio disfrazado: "¡Qué raro se te ve cuando recibes premios!".Manuel Vicent, que comparte mesa y mantel una vez a la semana con Azcona, se suele hacer pasar por Adolfo Marsillach, y éste no se lo recrimina; le sale cara la broma al autor de Tranvía a la Malvarrosa: a veces apuesta con los taxistas y si éstos le dicen, en efecto, que es Marsillach, les paga como premio un suplemento de 1.000 pesetas. Al pintor Eduardo Arroyo, a quien la Comunidad de Madrid también ha premiado, fue durante un tiempo confundido con campesinos bohemios de la zona de Babia, en León, pero últimamente escuché confundirlo, de espaldas, precisamente con Manuel Vicent. Ahora que le han dado ese premio madrileño he tenido la sensación de que no es de Madrid, pero sí, nació aquí, en la calle Argensola, pero tiene el alma leonesa. En realidad, siempre parece que es de otro sitio, del que acaba de volver, y aunque reposa muy bien en los asientos, es aéreo, como un chico que mira un tren.
Los madrileños nunca parecen de Madrid, porque aquí se confunde todo. Ahora que la Comunidad de Madrid ha dado sus premios, me he fijado en sus procedencias: Gades, otro madrileño premiado, es de Alicante, y aunque aquí hizo fortuna con el baile y con la hostelería, e incluso con la vida de la noche, nunca dejó que su seña de identidad se confundiera con lo que alguien imposible llamaría la identidad madrileña. Y lo mismo pasa con el músico Groba, que es de Pontevedra, pero aquí ha dejado su pauta. José Monleón, que es de Tabernes, en Valencia, es madrileño ya de varias generaciones, casi, y por eso no extrañaba el otro día verlo en el autobús donde se celebra parte de su festival de teatro Madrid-Sur. Monleón es hasta latinoamericano. Hizo más Monleón por Madrid y por su teatro que muchos alcaldes, y siempre lo ha hecho como si fuera otro, dejándose de pavoneos inútiles, trabajando. La medalla del Trabajo se la tendrían que dar, aparte de dotarle ya de la identidad (imposible) de Madrid.
En Madrid no hay identidad, sino cielo. Vila-Matas, que cree que Barcelona es una ciudad nerviosa, ayer dijo que Madrid sería, entonces, ultranerviosa: eso es que no la ve en las mañanas de puente. En realidad Madrid es otra ciudad; Octavio Paz contaba que descubrió Madrid paseando por el paseo de la Castellana y viendo cómo caía el otoño en un día tranquilo, cuando alrededor había destrucción y barbarie: "Se sobrevive, es una ciudad que se sobrevive". Acaso por eso en ella cabe tanta gente. Sólo a una comunidad tan abierta como ésta se le ocurre premiar a un riojano como Azcona, a un descreído de Madrid como Arroyo o a un alicantino tan marítimo como Antonio Gades: mientras en otros lugares buscan el Rh en lo que sobra de las uñas, aquí no le miran el carné ni al anterior presidente de la Comunidad, que es cántabro y socialista, y le acaban de honrar como si todavía fuera presidente de los madrileños. Una comunidad que se fija, para premiarle, en el trabajo oscuro, y luego amplificado, de un trabajador extraordinario de la lengua, el académico Manuel Seco, autor con otros (Gabino Ramos, Olimpia de Andrés) de un diccionario del uso del español que Juan José Millás calificó como el último gran diccionario de la historia, es una comunidad que respeta la tradición de ciudad secreta y abierta, en la que se abraza al que viene de fuera como si fuera el otro que se está esperando.
Por cierto, ¿a quién mandará Azcona recoger su premio? Al otro, claro, al que se quedó en Logroño.
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