No saben, no contestan SERGIO MAKAROFF
Me embarco en una cruzada conservacionista de perfil bajo que no por cotidiana deja de generar emociones muy intensas.Cargo dos grandes bolsas, una con cristal y la otra con papel. En la primera no encontraréis tapas metálicas, bombillas eléctricas, botellines de perfume con vaporizador ni nada que no sea puro vidrio. En la segunda no hay grapas, bandas magnéticas, cartulinas plastificadas ni papel carbón.
Bajo a la calle dispuesto a recorrer, contra viento y marea, los 50 metros que me separan de los contenedores de reciclado. Intento pasar de largo frente a los de basura genérica, pero no puedo evitar mirar de reojo, sabiendo lo que me espera. ¡Ay! Sí, ahí está, flagrante, una gran bolsa de plástico llena de periódicos. ¡Diantres! Más allá, una caja de cartón rebosante de botellas.
Jamás lograré acostumbrarme a la indolencia -iba a decir estupidez, pero me contuve- de mis vecinos. ¿Por qué no reciclan? ¿No habrán oído hablar de la contaminación, la ecología y todas esas cosas? ¿Les importa un pimiento? ¿Será por no caminar unos metritos de más? ¿No saben, no contestan? Más preguntas a tumba abierta. ¿Cómo se llamaba aquella película de John Waters en la que una perfecta ama de casa americana, encarnada por Kathleen Turner, asesinaba a sus vecinos por el pecado de no reciclar?
Me siento muy identificado con Kathleen. No mataría a los panolis lobotomizados que se olvidan de reciclar. No, eso no estaría bien y además contaminaría mi conciencia. Pero mentalmente les retuerzo un poquito el cuello, eso sí que no me lo quita nadie.
Yo me pregunto muchas cosas, como si fuera un filósofo griego. ¿Cuánto dinero público cuesta todo el dispositivo de reciclaje? Los contenedores diferenciados, el servicio de recogida, las plantas recicladoras... La pregunta más terrible, cuya respuesta conozco demasiado bien, a pesar de ignorar las cifras exactas, es: ¿qué porcentaje de los ciudadanos se toma el trabajo de separar el cristal por un lado, papel y cartón por el otro, metal, plástico y tetra-briks por el de más allá, más un cuarto apartado para las pilas usadas? La respuesta flota en el viento como un huracán de desidia y pasotismo soplando en un millón de cabezas huecas.
Quejarse y criticar, en eso sí que invierten energía los no recicladores. Cuando oigo a uno de esos abundantes y redundantes despotricadores, pienso: ¿reciclará éste? Como los que lo hacen son minoría, la respuesta es básicamente no.
Mi opinión es que si alguien no se toma el trabajo de reciclar la basura que produce, una vez que los representantes democráticamente elegidos han dispuesto un caro y complejo entramado para esos fines, no tiene derecho a exigir nada de nada. "¿Por casa cómo andamos?", le espetaría al patético quejica.
Un escalón más arriba en la línea evolutiva que va de la ameba y el paramecio al astronauta y el médico sin fronteras, encontramos al bien intencionado, más torpe, semirreciclador.
En mi odisea doméstica pro planeta me topo hoy sí y mañana también con ingentes cantidades de cartones llenos de cinta de embalaje y otros ítems de plástico y metal que alguien ha dejado apoyados fuera de los contenedores de reciclado. Al semirreciclador, en mis fantasías de desahogo, no le retuerzo el cogote, pero sí le aplico unas bofetaditas simbólicas mientras le digo: "¡Despierta, socotroco del Orinoco!".
Bloquear el acceso a los contenedores de reciclado con materiales aún no aptos para ello es apenas un poco mejor que pasar de todo. No salvaremos al mundo de su destino incierto con tímidas insinuaciones, tibios esbozos, fláccidos atisbos, gestos descoloridos. Una vez vapuleados los no recicladores y sus primos los semi, es el turno del Ayuntamiento.
Uno de los tres contenedores de reciclado es para metal, plástico y tetrabriks. Durante años deposité en ellos todos los residuos plásticos y metálicos, amén de los obvios tetrabriks. Un día descubrí un pequeño articulete en la revista Barcelona Información (un pasquín de autobombo en el que el alcalde pregona sus logros) que explicaba que esos contenedores sólo sirven para reciclar las latas tipo coca-cola y las botellas de agua o detergente. Nada de bolsas de la compra, porexpan, papel de plata, grapas de revistas, ventanillas transparentes de sobres, chapas de refresco, etcétera. En el propio contenedor no hay una simple leyenda que aclare el equívoco. Sólo unos dibujitos de parvulario de latas y botellas con brazos, piernas y cara.
Sintiéndome frustrado y burlado por los años de inútiles esfuerzos, hice varias llamadas y di con el responsable del desaguisado. El tipo se deshizo de mí sin contemplaciones: un funcionario que no estaba por la labor de ponerse interactivo con el ciudadano que pedía explicaciones.
Las palabras metal y plástico designan muchas cosas distintas. Si unas deben meterse en el contenedor y otras no, ¿por qué no hay una lista clarísima escrita en su exterior?
Tal grado de ineficacia colocaría a un particular en la categoría de semirreciclador; pero tratándose de los responsables del servicio, mucho me temo que habrán de figurar en el deshonroso apartado de los no recicladores. Una retorcida virtual de cogote para el Ayuntamiento, entonces.
No puedo convertir la Tierra en el paraíso de paz y amor con el que sueño, pero puedo tratar bien a la gente que tengo alrededor. Y reciclar.
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