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Clases de miedo

España se encuentra discutiendo asuntos que han tratado otros países hace ya muchos años, dice Luis Racionero en su El progreso decadente, reciente premio Espasa de Ensayo. Llegamos tarde al marxismo, al estructuralismo, a la deconstrucción, a la Ilustración; llegamos tarde a la democracia, al postmodernismo, al bikini, al rock and roll. Pero no es eso lo peor. Por el terrorismo se vive aquí una desazón intensa que contrasta con la sensación de pacífico acomodo en los vecinos.De hecho, en los países de Occidente, aparecen constantes demandas de aventuras que los sociólogos interpretan como la manifestación de una melancolía por el riesgo, una vez que el orden democrático ha creado días de mucha garantía. En el creciente consumo de drogas, en la práctica del barebaking o contacto homosexual sin preservativos, en el desarrollo de viajes exóticos, en el éxito de deportes como el jumping, el BASE, el snowboarding, el ice climbing, el parapente, el submarinismo, el alpinismo, el barranquismo, el rafting o el kajak, todos de alta siniestralidad, se manifestaría el gusto por recibir descargas de adrenalina que suplieran una cotidianidad laxa. A esa tendencia occidental no es ajena la juventud española pero de nuevo parece que, dadas las condiciones, España copia ese vértigo a destiempo.

Las películas de horror, las invenciones de amenazas exteriores, la publicidad de los virus misteriosos que se propagarán sin remedio a través de las ciudades, la inminencia de un cataclismo natural, la colisión ineluctable de un meteorito devastador, los efectos incontrolables de la dioxina, las radiaciones de los teléfonos celulares, las desconocidas consecuencias de los productos transgénicos, la expansión de sida y de otras enfermedades del Tercer Mundo, la sublevación de civilizaciones colosales (confuciana, islámica, hindú), circulan constantemente en la cultura occidental oficiadas, preferentemente por los norteamericanos y a través de lo que Barry Glasnner llama The Culture of Fear, la cultura del miedo. Pero de miedo aquí somos excedentarios, sin necesidad de imaginarios.

Una vez que se ha obtenido un sensible grado de seguridad en las vidas, mediante el servicio médico y policial, mediante las vigilancias de videocámaras y guardas privados, a través de alarmas, cerrojos y pólizas de seguro, brota la melancolía de la aventura, los programas de Supervivientes y relatos Al filo de lo imposible, dirían los psicólogos. Cultivar los riesgos se corresponde con épocas de prolongada prosperidad. El individuo decide afrontar el azar ( en la bolsa, en las excursiones, en el sexo) porque los riesgos de su vida cotidiana se han achicado y, según Saint-Exupéry "si no se asume una cierta cantidad de riesgo se pierde una cierta cantidad de vida". Pero desdichadamente hoy, en España, a noviembre de 2000, estas cosas suenan a modas y metadiscursos extranjeros. Ciertamente entendemos de qué se trata y, hasta en un remedo de lo que se lleva en el exterior, aquí se juega más en bolsa, se practican deportes de riesgos o barebaking y hasta se han promovido parques temáticos con nombres de Port Aventura con atracciones de vértigo.

Pero nuestra aventura real, contigua a la muerte real, dista de ser un ejercicio lúdico. En la lista de los best-sellers de The New York Times figura ahora un libro titulado The Worst Scenario Survival Handbook donde se dan instrucciones para el caso de adentrarse en arenas movedizas, precipitarse desde un avión sin que se abra el paracaídas, sumergirse en el mar conduciendo un coche, ser atacado por un enjambre de abejas, padecer la probable dentellada de un caimán. De los 40 supuestos de peligro extremo, ninguno de ellos alude, sin embargo, a la bomba lapa, el tiro en la nuca o el coche bomba. No se les presentan estos peligros en sus regímenes. Aquí, por el contrario, hemos pasado de las persecuciones en la dictadura al pavor del terrorismo en democracia. Definitivamente: ¿cómo será vivir una sociedad tan ideal que consume miedo sólo para animarse?

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